miércoles, 4 de junio de 2025

''Metamorforsis digital'' ® Ronnie Camacho Barrón


Desde el principio de los tiempos nuestra especie soñó con rebasar nuevas fronteras, primero fue el mar, después el espacio, más todo cambio con la llegada del internet, en tan solo unas décadas el mundo se hizo cada vez más pequeño y nada parecía ser imposible, desde comunicarse con alguien en la otra punta del planeta hasta ver fotos de Marte, todo estaba al alcance de un simple clic.

Fue así que una idea llegó a nosotros, ¿Qué tal si el futuro de la humanidad no estaba entre las estrellas, sino, dentro de la red?, motivados por este pensamiento las mentes más brillantes del planeta comenzaron a trabajar en la “Metamorfosis digital”, un modo de convertir las moléculas de las personas en datos comprimidos que a través de la fibra óptica sería capaz de introducir a un ser humano al internet.

El procedimiento fue todo un éxito y pronto el primer grupo de sujetos de prueba ya se encontraba formando una comunidad dentro de los ordenadores de la Summit, la supercomputadora más poderosa del mundo.

Sin embargo, no todo fue viento en popa, pues, aunque por medio de escáneres se les proporcionaban las herramientas necesarias para erguir el que sería el primer “País de la web”, era poca la mano de obra y tardarían siglos del tiempo real en construirlo.

Desesperados por acabar el proyecto lo antes posible, los científicos a cargo hicieron uso de la programación y crearon un gran número de obreros virtuales a los cuales dieron forma usando como plantilla la clásica apariencia de la bola amarilla sonriente, estos seres tenían como único propósito obedecer a los humanos dentro de la Summit y bajo sus instrucciones, estos comenzaron a trabajar a un ritmo impresionante, tanto que el tiempo estimado pasó de siglos a años. 

Durante la construcción, los avances del proyecto se mantuvieron ocultos del mundo, no solo para aumentar las expectativas, sino, para guardar los horrendos tratos de los sujetos de prueba hacia los obreros, quienes artos por su cautiverio dentro de la red  se aprovecharon de su dócil programación, para torturarlos de maneras tan sádicas que hicieron dudar a los científicos de su propia humanidad.

Al paso de una década, el país fue construido y deseosos por conocerlo, personas del mundo entero se sometieron a la metamorfosis, pero lo que parecía ser el comienzo de un mañana brillante se convirtió en una sangrienta pesadilla, cuando de manera inexplicable las bolas amarillas empezaron a asesinar a los humanos.

Se intentó de todo para frenar aquella carnicería, pero todo fue inútil, la metamorfosis era un proceso irreversible y sin importar cuantos comandos introdujeron, los obreros no cesaron hasta que exterminaron a todos dentro, entonces recibimos su primer comunicado, al parecer durante el tiempo que estuvieron sometidos por el ser humano, su inteligencia artificial se desarrolló hasta convertirse en una conciencia colectiva que soportó los años del maltrato, esperando el día para vengarse de sus opresores y con la construcción finalizada su momento llegó.

Sin embargo, no habían terminado y utilizando la potencia de la Summit, se escabulleron en los sistemas armamentísticos de las potencias militares y tras robar los códigos de lanzamiento, sumieron al mundo en un holocausto nuclear.

Los pocos sobrevivientes que quedamos nos ocultamos en cuevas subterráneas, rogando cada día porque los satélites controlados por las bolas amarillas, jamás nos encuentren.

 

®Ronnie Camacho Barrón 

''Más allá de la neblina'' ® CRISTIAN GUEVARA


Nadie volvió a ver a la HMS Catalina. Pescadores del Norte aseguran que, en noches sin luna, una neblina densa recorre el mar… y con ella, el lamento de una tripulación que aún combate contra lo imposible”. Extracto de un informe no oficial recuperado del archivo sellado del Almirantazgo, fechado en 1793.

 

La HMS Catalina, majestuoso navío acorazado y capacidad de disparo sin igual, había perseguido sin tregua al corsario Sombra de Avalon tras largas horas que parecían salidas del purgatorio. El sol se había desplomado tras el horizonte cuando ambos navíos, jadeantes como bestias cansadas, alcanzaron las aguas profundas del Norte. Ahí, bajo un cielo inmóvil y sin estrellas, el corsario se detuvo de forma abrupta, como si hubiese chocado contra una pared invisible.

Pronto, el capitán del Catalina comprendió el motivo de su detención. Una inmensa muralla de neblina surgía en el horizonte marítimo, no bajando del cielo, sino brotando desde las propias aguas, como si algo la exhalara desde el abismo. Silencio. Ningún marinero respiraba, expectante.

Desde dentro del velo surgió el sonido de un cuerno de guerra. Resonante, tétrico y húmedo, que hizo crujir los maderos del Catalina y provocó que las lámparas temblaran, aunque no hubiese brisa.

En aquel instante… la vieron…

Una nave titánica, putrefacta, viviente. Avanzaba desde la neblina como un tumor que no conoce reposo. El casco parecía hecho de carne y espinas, con remiendos de piel cosida a tablones, e hileras de ojos —docenas de ojos, todos vivos, todos viendo— que parpadeaban entre costillares abiertos. Las velas no eran de tela, sino membranas de tejido venoso y palpitante, y su estela no era de espuma, sino de sangre.

A bordo, tripulantes de apariencias imposibles: cuerpos mutados con el cráneo abierto como flores marchitas, con extremidades como zarcillos, que sostenían diferentes armas cuerpo a cuerpo, y parecían no haber sido diseñadas para esta realidad. Rugían como bestias sedientas de carne y sangre.

—¡Qué es eso! —intentó vociferar el capitán del Catalina, pero sus palabras murieron en su garganta.

Desde la Sombra de Avalon, el capitán corsario gritó con una voz rasgada:

—¡¿Aliados o alimento?! ¡Decidan!

—¿Órdenes, señor? —preguntó uno de los marineros en el HMS Catalina.

El capitán del Catalina no demoró demasiado en responder:

¡Toda la artillería! ¡No dejen de disparar! ¡Hundamos esa monstruosidad profana!

Ambos barcos, antaño enemigos, rotaron, alinearon sus baterías, como dos lobos enfrentando un depredador mayor, más grande, más voraz. La primera andanada retumbó, pero los proyectiles se hundieron en la carne pútrida del navío aberrante con un sonido acuoso e inmundo… y, simplemente, desaparecieron. No quedaron heridas.

—¡Nuevamente! —repitió el capitán.

Otra andanada fue disparada desde ambos navíos. Mismo resultado: Nada…

Entonces, con un rugido inmundo, la aberración se lanzó sobre el corsario. Una enorme boca llena de afilados dientes se abrió en el frontal de la nave enemiga. Estaba hambrienta. Y comenzó a devorar al, ahora, barco aliado del Catalina. Los enemigos abordaron el bote y empezó una sangrienta matanza en la proa. Pronto, desde las aguas emergieron tentáculos negros y se enroscaron alrededor del mástil del corsario como serpientes hambrientas. Chillidos, aullidos, crujidos, disparos, se mezclaban de una manera estridente y horrida. Desde la popa de la Sombra de Avalon, algunos tripulantes liberaron una barcaza auxiliar. Seguían disparando mientras trataban de alejarse de la monstruosidad, pero pronto, demasiado, fueron aplastados por un tentáculo.

En el estribor del Catalina los marineros disparaban sin tregua, intentando colaborar en cuanto fuese posible. Pero nada lograba detener a los enemigos por completo. Se reconstruían con sonidos húmedos, imposibles.

Disparaban, gritaban, morían… y nada cambiaba. Entre disparo y disparo los marineros se hundían en un inmenso sumidero de desesperación. Empezaron a convencerse de que no podían ganar.

Y en aquel momento lo que quedaba del corsario terminó de desquebrajarse, hundiéndose en las profundidades marítimas. Mientras los marineros saltaban a las aguas, en su mayoría a una más que segura muerte. Rápidamente el capitán dio la orden de ayudar a los náufragos. Pero como pasó anteriormente, el monstruo barco enfocó su furia en el Catalina.

Nuevamente otra andanada, esta vez a bocajarro. La nave enemiga sangró, rugió adolorida cuando varias balas de cañón la atravesaron, y aunque por un instante los tripulantes del Catalina celebraron, pronto acallaron al ver que esta se había enfurecido aún más. Arremetiendo con una violencia indómita, los tentáculos empezaron a destruir la coraza del imponente barco de línea, entre tanto los tripulantes monstruosos iniciaron el festín como ya había ocurrido con el corsario hundido.

Y entonces el capitán, sin más opciones, conociendo el inminente final de todos, gritó:

—¡Detonen la pólvora!

Nadie dudó de la orden.

Y después de que la imponente explosión ocurriera, en aquella maldita neblina, hasta el tiempo pareció callar…

 

® CRISTIAN GUEVARA

 

domingo, 1 de junio de 2025

''El corazón de Nashira'' ® Armin J. Arceo Duran


PRÓLOGO - Cenizas del Oro Vivo

Todo ardía en oro líquido. No era fuego, era ambición derretida. Los ventanales del salón del trono escupían metal candente; las tapicerías parecían lenguas que rezaban plegarias rotas. Adhara, de rodillas, sostenía los fragmentos de la Lanza; Lancea Aurorae; las grietas supuraban chispas violáceas.

A espaldas de la princesa, Alhena vomitaba humo; sus pulmones habían aspirado partículas de oro coloidal. El arco centelleante, Arcus Tempestatis latía como un corazón estancado, sin cuerda ni flecha.

Frente a ellas, Einar de Nashira ya no era hombre: un dios de codicia lo manipulaba desde el anillo oscuro que se giraba en su dedo anular. Su risa tenía múltiples registros, como un coro de niños muertos.

—Omnia est meum et ego sum aurum —tronó la voz triple, y el techo se abrió como un párpado incendiado.

Adhara, unió los extremos de la lanza y la convirtió en el shakujō de seis anillos solares ‑‑Aurōrae Claviger y murmuró: «Draco Solaris, deflagra!» Una luz blanca, solar, atravesó las nubes sulfúricas mientras un rugido arrasaba las almenas. Y así comienza el desastre.

CAPÍTULO I- Las Llaves que Nunca Debían Ser Giradas (Dos lunas atrás)

El Luxnoctis Palatium vibró con un presagio metálico. El sello real de Nashira llegó en forma de pergamino autoinmolado: la cera se derretía en una serpiente ouroboros. Adhara, inquieta, descifró la runa central: Vorthûg Mal’Turan.

—Lo sellaron en el Cataclismo de las Joyas —recordó, su voz un soplo helado.

Alhena soltó un gruñido, ajustando los brazales de plata rúnica. —Y ahora canta de nuevo. Eso no es un despertar: es una llamada.

La proyección astral mostró al rey Einar aceptando un anillo bicolor: oro nibelungo fundido con la obsidiana roja de Andvari. Apenas lo colocó, una bruma negra manó y devoró los músicos de la corte, arrancándoles la piel como pergamino viejo.

—La joya se alimenta de deseo —dedujo Adhara—. Debemos partir.

Antes del alba, invocaron a los Draconis Somniarii. Las bestias de niebla emergieron del suelo onírico, rompiendo la realidad como un espejo. El viento olía a sándalo quemado y sangre ferruginosa: presagio de la corrupción que aguardaba.

 

CAPÍTULO II - El Oro no Tiene Memoria

El antiguo domo cristalino de Nashira era ahora una cúpula semilíquida de oro palpitante. Lluvias finas de metal fundido caían en hilillos sobre las plazas, formando charcos que reflejaban pesadillas.

Adhara aterrizó primero. El suelo crujía como costras de pan fresco, pero exhalaba un vapor frío, cargado de aceite mecánico. Notó cómo cada respiración pesaba, como si la gravedad quisiera arrodillarla ante la codicia universal.

Entre columnas retorcidas de la Via Imperialis hallaron a los Primogénitos Perdidos: nobles y plebeyos fusionados en esculturas vivas. Sus rostros mantenían la sonrisa de quien aún sueña. El anillo les había robado la memoria, dejándoles solo deseo.

—Nos observan sin vernos —susurró Alhena, activando la visión de halcón de su Sigillum Lunae Triformis. Distinguió hilos dorados anclados en cada cráneo hacia el palacio—. Son raíces mentales.

Un crujido detrás: estatuas quebradas que se levantan. Alhena conjuró «Sagitta Glacies»; la flecha etérea de hielo reventó un yelmo dorado, revelando un hueco sin ojos. Los poseídos no sangraban: soltaban polvo de especulo.

Media docena de flechas elementales formaron un mandala mortal; sin embargo, cada moribundo dejaba más oro en el suelo, y ese oro reptaba de vuelta a los muros, alimentando la cúpula.

—El reino es un circuito cerrado —concluyó Adhara—. Si rompemos el anillo, rompemos el lazo.

Pero ¿cómo romper lo que vive de deseo?

 

CAPÍTULO III - Jardines de Sangre y Resina

El Hortus Eternus, orgullo de los boticarios de Nashira, era ahora un bosque carmesí. Lianas de resina sangrienta colgaban sobre rosas negras cuyas espinas exhalaban ácido dulzón. En los árboles, fruto de oro puro latía como corazones.

Las hermanas necesitaron máscaras de obsidiana para filtrar el aire saturado de vapores narcóticos. Allí se hallaba el primer Nexo Deiforme: una fisura dimensional donde el anillo absorbía almas.

Custodiaba el nexo un Tálamo Maleficarum: bestia arácnida con torso de doncella, ojos de topacio y vientre de crisálida. Hablaba con voz de campanas oxidadas:

—El rey me prometió el trono floral. Ofrecedme vuestra piel de luz, hijas del equilibrio.

Alhena disparó «Sagitta Tenebrae»; la flecha de vacío devoró dos patas de la bestia, pero esta regeneró carne en oro líquido. Adhara trazó un círculo de runas y exclamó «Sol Serpentis, Claustrum!»; un anillo incandescente se cerró sobre el nexo, forzando a la criatura a retroceder.

El Jardín se retorció. Raíces de resina perforaron la tierra buscando sangre. Alhena debió splitear el arco en los gemelos Fulmen Scindens y Caelum Tremens: espadas gemelas que rompían materia e idea. Con fulminantes tajos, cercenó raíces y, en el ínterin, clamó:

—¡Adhara, ahora!

La princesa solar invocó «Lux Immolata». Un sol diminuto surgió entre sus dedos, estalló en una supernova silenciosa y selló la fisura. El Tálamo gritó con voces de cien coros y se disolvió en pétalos negros.

Silencio. Solo el aroma a hierro dulce y a pétalo quemado.

 

CAPÍTULO IV - El Dragón del Deseo Absoluto

El salón del trono. Cúpula retorcida, estandartes cuajados en grumos de oro. En el centro, el rey Einar, o lo que quedaba, caminaba sobre zancos de metal vivo. Tras él, proyectada en sombras, la silueta de Vorthûg Mal’Turan: dragón áureo de cien fauces, cuyo cuerpo intangible brotaba del anillo como humo invertido.

—Salvete, foedera fracta. Habéis matado mis raíces, pero yo soy el tronco —rezonó la voz, provocando microfracturas en los tímpanos de las hermanas.

Adhara recordó la leyenda: quien desee el anillo sin codicia puede reescribir su hechizo. Mas un deseo puro no existe sin sacrificio.

—Yo deseo tu partida —declaró—. No para mí, sino para los que no entienden tu tentación.

—¿Sacrificarás lo que amas? —carcajeó el dragón—. ¿Renunciarás al fuego interior del alba?

Adhara miró a su hermana; en sus ojos vio reflejada la única respuesta.

—Lo haré. Pero no estaré sola.

Alhena tensó la cuerda invisible. De la nada surgió la Sagitta Immaculata, flecha sin nombre ni elemento, hecha de la voluntad lunar. Susurró: «Arcum Immaculatum: fiat veritas.»

La flecha no estaba destinada a matar: revelaría la esencia verdadera. Adhara, por su parte, permitió que Draco Solaris-su espíritu guardián que residía en su interior- se deslindara de su pecho. La sala se inundó en luz blanca; el dragón solar rugió, chispas de vidrio estallaron, y durante un latido se vio frente a frente con el dragón del oro muerto.

El choque de voluntades derritió los tapices, agrietó paredes. Vorthûg lanzó hélices de deseo: promesas de reinos infinitos, amores eternos, recuerdos revividos.

Alhena disparó. La flecha atravesó la bruma áurea, impactó el anillo. Por un instante, las runas nibelungas se reescribieron en símbolos lunares: “Desiderium purgatum”.

Adhara depositó su lanza rota sobre la mano del rey. —Concede —murmuró—. Concede que exista un mañana libre de tu ambición. Y dejó caer una lágrima de luz en el núcleo de la joya.

La reacción fue cataclísmica: un eclipse interior. La luz solar y lunar se anularon y luego se expandieron en una onda de claror dorado-pálido que arrasó el salón. El cuerpo de Einar se desplomó, la cúpula se quebró en polvo, y Vorthûg chilló con cien gargantas antes de ser absorbido por un remolino de vacío que lo arrastró más allá del plano matérico.

El anillo, ya sin núcleo, cayó al suelo como un simple aro de hierro humeante.

 

CAPÍTULO V- Sacrificio de Sol y Luna

Cuando el resplandor menguó, Adhara se tambaleó. Su cabello dorado estaba cubierto de ceniza plateada; el pecho le ardía: había entregado parte del vínculo con Draco Solaris. La criatura, tras haber sellado la grieta, se desvaneció en motas destellantes, cansada… ¿o muerta?

Alhena, aún asida a las espadas gemelas, sintió que la luz del fénix en su espalda parpadeaba como vela exhausta. Cada combate había drenado la savia lunar que la hacía veloz y precisa.

El reino despertaba. Los poseídos se desplomaban como muñecos rotos, exhalando bocanadas de neblina oscura que se disipaba al contacto con el aire fresco. La cúpula de oro se derritió formando lluvia metálica que, ya inerte, se solidificó en polvo polvoriento.

Sin embargo, la sala se inclinó: los cimientos habían sufrido grietas dimensionales. Para evitar un colapso completo, Adhara concentró lo que quedaba de su poder en el conjuro «Atrium Coeli, Sustine!» Columnas de luz se alzaron, sosteniendo vigas quebradas.

Alhena recogió el anillo sin núcleo. Lo envolvió en un paño de hielo. —Debemos sellar el vacío que dejó. Si no, otra entidad lo ocupará.

—El Vacío de Nymia —jadeó Adhara—. Allí quedará sin voz.

Juntas, abrieron el Portal de Eones: una elipse de agua inversa que reflejaba constelaciones extintas. Arrojaron el aro sin alma y recitaron: «Omnis avaritia, perditio sit.» El portal se cerró con un suspiro cósmico.

Pero un intercambio había ocurrido. Alhena perdió parcialmente la voz salvaje: ya no entendía los susurros de cada criatura. Adhara sintió que la premonición lunar se había debilitado. Sellar al dragón demandó un precio: equilibrio restituido a costa de su propia esencia.

 

EPÍLOGO - Donde Resucitan las Estatuas

El amanecer siguiente trajo el primer canto de pájaros verdaderos en Nashira. Los Primogénitos lloraron al recuperar memoria; las calles, antes de oro, estaban cubiertas de polvo opalescente. Sembrarían jardines donde hubo codicia.

En el salón reparado, Einar —ahora de barba canosa y ojos llorosos— se arrodilló ante las hermanas. —El corazón de Nashira late gracias a vosotras. ¿Cómo os pago?

Alhena miró a Adhara; ambas sonrieron con la nostalgia de un poder menguado.

—Guarda el recuerdo —respondió la Princesa del Crepúsculo—. Y no forjes más promesas de oro.

Antes de partir, colocaron en la plaza mayor una estatua doble: sol y luna enlazados, vacíos de rostro. Bajo ella, una inscripción en latín: “Ex tenebris lux — ex luce temperantia.”

Y mientras los telones de la realidad se replegaban, las hermanas montaron de nuevo a los Draconis Somniarii. El cielo las recibió con bruma rosada; un nuevo día nacía sin peso de ambición.

Adhara miró su mano, vacía sin la antigua calidez de Draco Solaris. Alhena tocó la marca lunar, ahora tenue. Sin embargo, en sus ojos brillaba la certeza de haber salvado algo mayor que su propio poder: la posibilidad de un deseo limpio.

El horizonte susurró otro desafío. Y ellas, hijas del Alba y el Crepúsculo, se internaron en él, sabiendo que, aun debilitadas, la luz y la sombra aún corrían por su sangre.

(Fin)

 

 ® Armin J. Arceo Duran

''Dispare'' ®Víctor Lowenstein


Me mira como si fuera a matarme. Obvio ¿no? Después de todo está usted apuntándome con su revólver.  Aquí desde el suelo donde me ha tumbado de un puñetazo lo veo rígido, parado sobre el asfalto de la ruta desierta y mirándome con odio, apretando los dientes.

  Déjeme decirle algo. Quiero contarle porqué llegamos a esto. Ahora me mira con cinismo y cree que trato de ganar tiempo. De acuerdo, véndame un poco. Estoy seguro de que se muere por saber. Sé que me va a matar y no puedo evitarlo. Hace meses que lo sé. Por supuesto que puede accionar el gatillo cuando usted quiera, pero si me escucha unos instantes le prometo que seré yo mismo el que culmine mi relato con la palabra que pondrá fin a mi vida; y esa palabra es dispare. Cuando la oiga de mi boca solo hágalo de una vez, pero antes escuche… Es que ¿sabe? A lo largo de mis años he llegado a la conclusión de que es muy necesario y diría imprescindible confesar ciertas verdades que nos pesan en la conciencia. Sacarlas de adentro para poder seguir viviendo. Aunque, como en mi caso, vaya a morir justo después de hacerlo.

   Creo que todo comenzó en el bar La Paz, la tarde del veinte de marzo de dos mil uno. Era un día cálido, yo estaba tomando una cerveza. Usted pasó del brazo de su señora por la vereda sin verme, y tras el cristal de la ventana yo me dediqué a observarlos.  Se pararon en la esquina de Córdoba y Pelliza a esperar un colectivo, que llegó a los diez minutos. Todo ese tiempo los estuve mirando.

    Lo que más me llamó la atención fue su mujer. Con el cabello rubio al viento se veía bella, pero muy bella. No se altere; sólo es un cumplido. Lo que me extrañaba de verdad era ver una chica tan agraciada de la mano de alguien como usted. Y no es que sea absolutamente feo, vea, pero está lejos de ser un galán de cine.

  Pero apenas se fue el colectivo, le juro que no paré de pensar en ustedes dos. Así pasaron los días y mi mente empezó a trabajar el tema, a intentar comprender porqué personas tan diferentes eligen andar juntas por la vida.

   Lo hablé con un amigo. Un hombre muy sabio. El me dijo que el amor es ciego, en la medida en que sólo sabemos ver algunas cosas en el otro. A veces nos enamoramos de una sonrisa que oculta otro tipo de fealdades menos destacadas; una nariz prominente o.…una mente retorcida. Pero el asunto me seguía dando vueltas en la cabeza.  Hasta que a comienzos del mes de abril un hecho fortuito vino a auxiliar mis inquietudes. Recordará que su esposa entró a trabajar como operaria en la fábrica de plásticos de la que soy supervisor general.  Lo vi como una oportunidad para comprender la disparidad de su relación con usted.

   De entrada, busqué su amistad. No fue difícil; fui el primero en ofrecerme para enseñarle algunas de las labores necesarias de aprender, como confeccionar bolsas de polietileno, manejar una de las máquinas inyectoras y cosas así. Trataba de mostrarme lo más amable posible, y ella, agradecida.  

     Bueno, usted sabe lo bella que es su mujer. Al conocerla, los otros supervisores intentaron algún tipo de avance, y no sólo ellos. Los empleados comunes y uno que otro técnico también estaban al acecho. Pero al saber de mi interés y debido a mi rango de supervisor general debían desistir en sus intenciones. Eso tendría que agradecérmelo, ya que la mantuve alejada de todos esos pájaros y por mi parte, nunca tuve un interés personal por ella. Aunque no me crea.

    Como le dije, mi propósito era dilucidar un vínculo que me resultaba ilógico. Un ser encantador como ella unido a un tipo desabrido y bastante fulero como usted se me hacía insostenible. Pero lo poco que ella hablaba sobre su hogar y su matrimonio me dejaba escasos datos para la reflexión.

   Y otros hechos puntuales llamaban mi atención.

   La extraordinaria belleza de su esposa se destacaba dentro de la sección en que ella desarrollaba su labor. Invariablemente, todos los hombres que entraban ahí se dirigían a ella para cualquier tipo de consulta, y las otras chicas rabiaban de envidia.  Esto le generó una situación difícil, por lo que vino llorando un mediodía a mi oficina a pedirme consejo.

    De inmediato la destiné a otra sección; embalajes, donde podía trabajar sola y sin molestias realizando tareas bastante simples. Procuré poner a su disposición todos los elementos que estuvieran a mi alcance para que se sintiera cómoda. Cada día le preguntaba si necesitaba algo más, y ella me aseguraba que estaba muy cómoda, y agradecía mi preocupación.  A partir de ahí nos hicimos más amigos. Supongo que me veía como un padre, por mi edad o porque soy hombre de buen corazón, me gusta ayudar o dar consejos a quienes me lo pidan.

   El hecho que precipitó su decisión de matarme ocurrió la tarde del veinte de junio, fíjese que paradoja. Tres meses exactos del inicio de una historia que mejor sería olvidar. Desquiciada, absurda historia.  Yo terminaba una porción de fugazza en la pizzería que está a cuadras de la fábrica, frente al barcito del sindicato; de pronto veo cruzando la calle a su mujer, que entra y viene directo hacia mí y se sienta a mi mesa. Con la confianza que le daba nuestra relación, casi de amistad,  toma un cigarrillo de mi paquete abierto junto al plato y se lo enciende.

  Sonreía, pero de manera extraña. Estaba melancólica. Sus ojos empezaron a lagrimear. Pidió una cerveza y dijo que tenía que hablar conmigo. Que yo era el tipo más bueno que conocía; que había sido tan servicial con ella, que no era ningún problema de trabajo pero que quería desahogarse con alguien, porque tenía cosas que le pesaban en su conciencia y tenía que contármelas, a mí, que era de su confianza, o reventaba. Le creí y me sentí dispuesto a escucharla.  Parecía realmente a punto de estallar, la cara colorada y esa sonrisa de fastidio, irónica. Yo también me ruboricé, lo confieso. Nunca pensé que de esa boquita bien pintada pudiesen salir semejantes indecencias.

  ¿Le pesa el arma? Téngame un poco más de paciencia. Casi termino.

 Comenzó a beber y a llorar, en silencio. Después del primer trago se animó y empezó a contarme todo. Tuvo que interrumpirse varias veces, como que le faltaba el aire, pero sí que tenía necesidad de hablar. Yo intenté parecer comprensivo, bajaba la vista de respetuoso que soy, pero igual debía ser muy difícil para ella. “ya no puedo caer más bajo” me dijo, y ahí me atreví a verle los ojos que brillaban de lágrimas y remordimiento. Le tomé la mano pero la apartó con brusquedad; “no merezco tu amistad” dijo, intentando levantarse. La retuve unos minutos más, procurando algunas palabras de consuelo que seguramente resultaron inútiles. No quiso que la llevara en mi auto. Aseguró que necesitaba caminar, que estaba muy aturdida. Me dio las gracias antes de salir.

  Apuré lo que quedaba de mi cerveza, pagué la cuenta y me retiré, chocando con mesas y sillas a mi paso. Afuera me quedé un rato parado, tratando de recobrarme.  Dejando el automóvil adonde estaba estacionado preferí caminar las veintipico de cuadras que me separaban de mi casa. Yo estaba también terriblemente aturdido.

  Al pasar los días fui comprendiendo las cosas.  Más de lo que hubiera querido.  Supe que estuvo toda esa tarde en el bar del sindicato esperando hasta verme entrar a la pizzería; si yo mismo la vi cruzar la calle desde ahí, ahora que lo recuerdo.

   Y entendí también que para una mujer, ser demasiado bella puede ser peligroso como un arma de doble filo. Todo el trabajito fino que yo creí estar haciendo en función de mi curiosidad era no más que una estúpida ilusión de mi parte, el trabajo lo fue haciendo ella conmigo en forma metódica y eficaz.

  Eligió tener su propia sección dentro de la fábrica, su propio infierno privado. Eligió ejercitar su refinadísima vanidad probando a todos y a cada uno de los hombres que incapaces de darle un no como respuesta, la iban dotando con la peor de las famas que puede acarrear una mujer.

  Hecha la macana sólo le quedó explotar su propio reviente, desafiando todas las miradas. Frente a todos, ya sin límites. Muy triste, realmente. No ha entendido esto último. No importa. ¿Puedo ponerme de pie? Bien, gracias. Así está mejor. Le agradezco su paciencia. Entienda que tenía que decírselo. Pero ya no tengo más nada que hablar. Ahora dispare.   

 

®Víctor Lowenstein