PRÓLOGO - Cenizas del Oro Vivo
Todo ardía en oro líquido. No era
fuego, era ambición derretida. Los ventanales del salón del trono escupían
metal candente; las tapicerías parecían lenguas que rezaban plegarias rotas.
Adhara, de rodillas, sostenía los fragmentos de la Lanza; Lancea Aurorae; las
grietas supuraban chispas violáceas.
A espaldas de la princesa, Alhena
vomitaba humo; sus pulmones habían aspirado partículas de oro coloidal. El arco
centelleante, Arcus Tempestatis latía como un corazón estancado, sin cuerda ni
flecha.
Frente a ellas, Einar de Nashira ya
no era hombre: un dios de codicia lo manipulaba desde el anillo oscuro que se
giraba en su dedo anular. Su risa tenía múltiples registros, como un coro de
niños muertos.
—Omnia est meum et ego sum aurum
—tronó la voz triple, y el techo se abrió como un párpado incendiado.
Adhara, unió los extremos de la
lanza y la convirtió en el shakujō de seis anillos solares ‑‑Aurōrae Claviger
y murmuró: «Draco Solaris, deflagra!» Una luz blanca, solar, atravesó las nubes
sulfúricas mientras un rugido arrasaba las almenas. Y así comienza el desastre.
CAPÍTULO I- Las Llaves que Nunca Debían Ser Giradas (Dos
lunas atrás)
El Luxnoctis Palatium vibró con un
presagio metálico. El sello real de Nashira llegó en forma de pergamino
autoinmolado: la cera se derretía en una serpiente ouroboros. Adhara, inquieta,
descifró la runa central: Vorthûg Mal’Turan.
—Lo sellaron en el Cataclismo de
las Joyas —recordó, su voz un soplo helado.
Alhena soltó un gruñido, ajustando
los brazales de plata rúnica. —Y ahora canta de nuevo. Eso no es un despertar:
es una llamada.
La proyección astral mostró al rey
Einar aceptando un anillo bicolor: oro nibelungo fundido con la obsidiana roja
de Andvari. Apenas lo colocó, una bruma negra manó y devoró los músicos de la
corte, arrancándoles la piel como pergamino viejo.
—La joya se alimenta de deseo
—dedujo Adhara—. Debemos partir.
Antes del alba, invocaron a los
Draconis Somniarii. Las bestias de niebla emergieron del suelo onírico,
rompiendo la realidad como un espejo. El viento olía a sándalo quemado y sangre
ferruginosa: presagio de la corrupción que aguardaba.
CAPÍTULO II - El Oro no Tiene
Memoria
El antiguo domo cristalino de
Nashira era ahora una cúpula semilíquida de oro palpitante. Lluvias finas de
metal fundido caían en hilillos sobre las plazas, formando charcos que
reflejaban pesadillas.
Adhara aterrizó primero. El suelo
crujía como costras de pan fresco, pero exhalaba un vapor frío, cargado de
aceite mecánico. Notó cómo cada respiración pesaba, como si la gravedad
quisiera arrodillarla ante la codicia universal.
Entre columnas retorcidas de la
Via Imperialis hallaron a los Primogénitos Perdidos: nobles y plebeyos fusionados
en esculturas vivas. Sus rostros mantenían la sonrisa de quien aún sueña. El
anillo les había robado la memoria, dejándoles solo deseo.
—Nos observan sin vernos —susurró
Alhena, activando la visión de halcón de su Sigillum Lunae Triformis. Distinguió
hilos dorados anclados en cada cráneo hacia el palacio—. Son raíces mentales.
Un crujido detrás: estatuas
quebradas que se levantan. Alhena conjuró «Sagitta Glacies»; la flecha etérea
de hielo reventó un yelmo dorado, revelando un hueco sin ojos. Los poseídos no
sangraban: soltaban polvo de especulo.
Media docena de flechas elementales
formaron un mandala mortal; sin embargo, cada moribundo dejaba más oro en el
suelo, y ese oro reptaba de vuelta a los muros, alimentando la cúpula.
—El reino es un circuito cerrado
—concluyó Adhara—. Si rompemos el anillo, rompemos el lazo.
Pero ¿cómo romper lo que vive de
deseo?
CAPÍTULO III - Jardines de Sangre y
Resina
El Hortus Eternus, orgullo de los
boticarios de Nashira, era ahora un bosque carmesí. Lianas de resina sangrienta
colgaban sobre rosas negras cuyas espinas exhalaban ácido dulzón. En los
árboles, fruto de oro puro latía como corazones.
Las hermanas necesitaron máscaras
de obsidiana para filtrar el aire saturado de vapores narcóticos. Allí se
hallaba el primer Nexo Deiforme: una fisura dimensional donde el anillo
absorbía almas.
Custodiaba el nexo un
Tálamo Maleficarum: bestia arácnida con torso de doncella, ojos de topacio y
vientre de crisálida. Hablaba con voz de campanas oxidadas:
—El rey me prometió el trono
floral. Ofrecedme vuestra piel de luz, hijas del equilibrio.
Alhena disparó «Sagitta Tenebrae»;
la flecha de vacío devoró dos patas de la bestia, pero esta regeneró carne en
oro líquido. Adhara trazó un círculo de runas y exclamó «Sol Serpentis, Claustrum!»;
un anillo incandescente se cerró sobre el nexo, forzando a la criatura a
retroceder.
El Jardín se retorció. Raíces de
resina perforaron la tierra buscando sangre. Alhena debió splitear el arco en
los gemelos Fulmen Scindens y Caelum Tremens: espadas gemelas que rompían
materia e idea. Con fulminantes tajos, cercenó raíces y, en el ínterin, clamó:
—¡Adhara, ahora!
La princesa solar invocó
«Lux Immolata». Un sol diminuto surgió entre sus dedos, estalló en una
supernova silenciosa y selló la fisura. El Tálamo gritó con voces de cien coros
y se disolvió en pétalos negros.
Silencio. Solo el aroma a hierro
dulce y a pétalo quemado.
CAPÍTULO IV - El Dragón del Deseo
Absoluto
El salón del trono. Cúpula
retorcida, estandartes cuajados en grumos de oro. En el centro, el rey Einar, o
lo que quedaba, caminaba sobre zancos de metal vivo. Tras él, proyectada en
sombras, la silueta de Vorthûg Mal’Turan: dragón áureo de cien fauces, cuyo
cuerpo intangible brotaba del anillo como humo invertido.
—Salvete, foedera fracta. Habéis
matado mis raíces, pero yo soy el tronco —rezonó la voz, provocando
microfracturas en los tímpanos de las hermanas.
Adhara recordó la leyenda: quien
desee el anillo sin codicia puede reescribir su hechizo. Mas un deseo puro no
existe sin sacrificio.
—Yo deseo tu partida —declaró—. No
para mí, sino para los que no entienden tu tentación.
—¿Sacrificarás lo que amas?
—carcajeó el dragón—. ¿Renunciarás al fuego interior del alba?
Adhara miró a su hermana; en sus
ojos vio reflejada la única respuesta.
—Lo haré. Pero no estaré sola.
Alhena tensó la cuerda invisible.
De la nada surgió la Sagitta Immaculata, flecha sin nombre ni elemento, hecha
de la voluntad lunar. Susurró: «Arcum Immaculatum: fiat veritas.»
La flecha no estaba destinada a
matar: revelaría la esencia verdadera. Adhara, por su parte, permitió que
Draco Solaris-su espíritu guardián que residía en su interior- se deslindara de
su pecho. La sala se inundó en luz blanca; el dragón solar rugió, chispas de
vidrio estallaron, y durante un latido se vio frente a frente con el dragón del
oro muerto.
El choque de voluntades derritió
los tapices, agrietó paredes. Vorthûg lanzó hélices de deseo: promesas de
reinos infinitos, amores eternos, recuerdos revividos.
Alhena disparó. La flecha atravesó
la bruma áurea, impactó el anillo. Por un instante, las runas nibelungas se
reescribieron en símbolos lunares: “Desiderium purgatum”.
Adhara depositó su lanza rota sobre
la mano del rey. —Concede —murmuró—. Concede que exista un mañana libre de tu
ambición. Y dejó caer una lágrima de luz en el núcleo de la joya.
La reacción fue cataclísmica: un
eclipse interior. La luz solar y lunar se anularon y luego se expandieron en
una onda de claror dorado-pálido que arrasó el salón. El cuerpo de Einar se
desplomó, la cúpula se quebró en polvo, y Vorthûg chilló con cien gargantas
antes de ser absorbido por un remolino de vacío que lo arrastró más allá del
plano matérico.
El anillo, ya sin núcleo, cayó al
suelo como un simple aro de hierro humeante.
CAPÍTULO V- Sacrificio de Sol y
Luna
Cuando el resplandor menguó, Adhara
se tambaleó. Su cabello dorado estaba cubierto de ceniza plateada; el pecho le
ardía: había entregado parte del vínculo con Draco Solaris. La criatura, tras
haber sellado la grieta, se desvaneció en motas destellantes, cansada… ¿o
muerta?
Alhena, aún asida a las espadas
gemelas, sintió que la luz del fénix en su espalda parpadeaba como vela
exhausta. Cada combate había drenado la savia lunar que la hacía veloz y
precisa.
El reino despertaba. Los poseídos
se desplomaban como muñecos rotos, exhalando bocanadas de neblina oscura que se
disipaba al contacto con el aire fresco. La cúpula de oro se derritió formando
lluvia metálica que, ya inerte, se solidificó en polvo polvoriento.
Sin embargo, la sala se inclinó: los
cimientos habían sufrido grietas dimensionales. Para evitar un colapso
completo, Adhara concentró lo que quedaba de su poder en el conjuro
«Atrium Coeli, Sustine!» Columnas de luz se alzaron, sosteniendo vigas
quebradas.
Alhena recogió el anillo sin núcleo.
Lo envolvió en un paño de hielo. —Debemos sellar el vacío que dejó. Si no, otra
entidad lo ocupará.
—El Vacío de Nymia —jadeó Adhara—.
Allí quedará sin voz.
Juntas, abrieron el
Portal de Eones: una elipse de agua inversa que reflejaba constelaciones extintas.
Arrojaron el aro sin alma y recitaron: «Omnis avaritia, perditio sit.» El
portal se cerró con un suspiro cósmico.
Pero un intercambio había ocurrido.
Alhena perdió parcialmente la voz salvaje: ya no entendía los susurros de cada
criatura. Adhara sintió que la premonición lunar se había debilitado. Sellar al
dragón demandó un precio: equilibrio restituido a costa de su propia esencia.
EPÍLOGO - Donde Resucitan las
Estatuas
El amanecer siguiente trajo el
primer canto de pájaros verdaderos en Nashira. Los Primogénitos lloraron al
recuperar memoria; las calles, antes de oro, estaban cubiertas de polvo
opalescente. Sembrarían jardines donde hubo codicia.
En el salón reparado, Einar —ahora
de barba canosa y ojos llorosos— se arrodilló ante las hermanas. —El corazón de
Nashira late gracias a vosotras. ¿Cómo os pago?
Alhena miró a Adhara; ambas
sonrieron con la nostalgia de un poder menguado.
—Guarda el recuerdo —respondió la
Princesa del Crepúsculo—. Y no forjes más promesas de oro.
Antes de partir, colocaron en la
plaza mayor una estatua doble: sol y luna enlazados, vacíos de rostro. Bajo
ella, una inscripción en latín: “Ex tenebris lux — ex luce temperantia.”
Y mientras los telones de la
realidad se replegaban, las hermanas montaron de nuevo a los Draconis Somniarii.
El cielo las recibió con bruma rosada; un nuevo día nacía sin peso de ambición.
Adhara miró su mano, vacía sin la
antigua calidez de Draco Solaris. Alhena tocó la marca lunar, ahora tenue. Sin
embargo, en sus ojos brillaba la certeza de haber salvado algo mayor que su
propio poder: la posibilidad de un deseo limpio.
El horizonte susurró otro desafío.
Y ellas, hijas del Alba y el Crepúsculo, se internaron en él, sabiendo que, aun
debilitadas, la luz y la sombra aún corrían por su sangre.
(Fin)
® Armin J. Arceo Duran