domingo, 12 de noviembre de 2023

''Acteal, la injusticia que no termina'' @Marcela Turati


El abogado de los asesinos se recargó contra una pared de la cárcel y encendió un cigarro. No quería quebrarse ante sus clientes. De por sí lloraban desde que les anunció que, por fin, después de casi diez años de juicio el juez los condenó a 26 años de prisión.

No es común que a un abogado se le corte la voz y esté a punto de las lágrimas. Menos a un tipo de aspecto duro, con una cicatriz junto al ojo, fumador, al grado de ir por la vida con un amparo judicial que le permite encender su cigarro donde no se puede. Pero ese 23 de julio de 2007, en el penal El Amate, en Chiapas, el defensor Javier Angulo sintió que era uno de los días más tristes de su vida.

No soportaba ver llorar a los indígenas que creía inocentes de la matanza ni mirar la reacción cínica de los confesos. Había establecido estrechos vínculos con ambos. Hacia algunos sentía amor–odio.

Tras la rejilla de prácticas, le molestó ver que Lorenzo Pérez, el aficionado a la lu­cha libre que pelea en la cárcel bajo el nom­bre de Príncipe Azteca, mantenía la sonrisa, inconmovible, como cuando narra su crimen. En cambio sufría por tener justo enfrente, acabado, a Agustín Gómez, de cuya inocencia está convencido. Se conmovió cuando sus defendidos recargaron las palmas de su mano sobre el acrílico que los separaba para despedirse y agradecerle con un kolabal, en tzotzil.

El juez Martín Rangel los declaró culpables de los 45 asesinatos que ocurrieron en la víspera de la Navidad de 1997, en Acteal, un pueblo de cafetales del estado de Chiapas.

Responsables de matar a 15 niños. Entre ellos a Guadalupe Gómez, una bebé de 11 meses, a quien le machacaron el cráneo.

Y a 21 mujeres, como Juana Pérez Pérez, muerta con las vísceras expuestas, con un balazo en el tórax y 28 semanas de embarazo. A nueve hombres. Alonso Vázquez, uno de ellos: el catequista que citó a toda la comunidad para orar y pedir protección divina y que dos días después fue enterrado junto con su esposa y cinco de sus 10 hijos.

Los 45 indígenas tzotziles asesinados fueron cazados como animales. Correteados. Cercados. La mayoría perforados a balazos. Trece de ellos destrozados con saña, con un objeto que aún no se esclarece si fue un garrote con un pico, como mazo medieval, o una roca de más de 15 kilogramos de peso.

Casi todos fueron hallados en una zanja, lanzados unos sobre otros. Entre los cadáveres había niños vivos. Zenaida Pérez despertó ciega y con un balazo en el cráneo. Tenía entonces cuatro años, y ahora 14.

Los muertos integraban un grupo autodenominado Las Abejas, que siempre se declaró pacifista y neutral, aunque sentía simpatía y convivía con los guerrilleros integrantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

De vuelta en el hotel en la capital Tuxtla Gutiérrez, cinco horas después —tres con sus defendidos y dos en carretera—, Angulo revisó con minuciosidad el legajo de papeles en los que se basó la sentencia del juez.

Tumbado en la cama de su habitación, ese verano de 2007, su alumno y auxiliar, Maximiliano Cárdenas, leía los argumentos con los que el juez los declaró culpables y sólo repetía “no… no… no”, como en trance.

Los “no” de Maximiliano se sucedían uno tras otro.

“No”, cuando leía que el juez se basó en Wikipedia —la enciclopedia virtual de autoría colectiva que cualquiera puede manipular— para determinar que los acusados sí pudieron haber disparado las armas encontradas; aunque los casquillos no correspondían con los modelos hallados y sólo un

detenido dio positivo en la prueba de activación de arma.

“No”, cuando leía que dieron por válidas las declaraciones de dudosos testigos, como Agustín Arias Díaz, quien entregó una lista con más de cien nombres de los supuestos culpables de la matanza escrita de su puño y letra, aunque seis horas antes declaró ser analfabeta y que había visto sólo a cuatro de los asesinos.

“No”, cuando leía que dos asesinos confesos eran considerados “víctimas”, como Felipe Luna, quien guió a los responsables por Acteal, salió herido en la balacera, se dijo culpable y, sin embargo, su nombre apareció entre los afectados.

“No”, cuando descubría que la hipótesis de la defensa no fue tomada en cuenta.

Muchos argumentos no embonaban. ¿Dónde estaban las armas usadas para matar a Las Abejas y de dónde procedían? ¿Cuántos fueron realmente los asesinos? ¿Quién mató a quién y cómo? ¿Cómo 80 personas pudieron matar a 45 con rifles? ¿Cómo entre todos usaron 15 rifles? ¿Qué bala disparó cada uno? Pero esas dudas las obvió el juez.

Roberto Méndez tiene 33 años, viste una gorra con logo del Hard Rock, bermudas marca NBA y chanclas de plástico. Parece cómodo con las entrevistas y en su papel de asesino múltiple.

Es el cabecilla de los vengadores, los pojwanajetic, y quien organizó las reuniones para planear el ataque a Acteal. Fue quien reclutó a los sicarios que deseaban atacar a zapatistas.

Lo conocí cuatro meses después de la sentencia condenatoria cuando viajé a Chiapas para encontrarme con Angulo y el abogado presbiteriano Sergio Nataren Gutiérrez, el único que ha permanecido en el caso los diez años. Fuimos al penal El Amate, una prisión en el pueblo de Cintalapa a dos horas de Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado de Chiapas, donde están presos los acusados.

Parte de la estrategia de la defensa consiste en acercar a periodistas a la otra versión de la historia para que escuchemos también a los cinco asesinos confesos, que todo este tiempo han sostenido que son sólo nueve los culpables, que cuatro de sus cómplices están libres, y que los 75 presos restantes son inocentes.

Angulo me presentó a Méndez, uno de sus clientes que le producen simpatía y repulsa. Se refiere a él como “basura humana” por la frialdad con la que habla de su crimen, aunque tiene una fotografía del asesino pegada en su casa.

Este homicida está sentado en una silla de plástico junto a la mía, en la cancha deportiva aledaña a los edificios estilo multifamiliares carcelarios, H11 y H12, conocidos como “El otro Chenalhó” por ser ése el nombre del municipio donde ocurrieron los hechos y de donde son los acusados.

Este sicario tzotzil dice que el plan de aquel lejano 22 de diciembre era atacar Acteal, porque ahí estaba asentado un campamento zapatista. También debían cumplir el trato que tenían con un anciano priísta, Antonio Vázquez Secum, de vengar la reciente muerte de su hijo.

Para 1997 la situación en el estado de Chiapas estaba muy polarizada. El levantamiento zapatista había dividido a las comunidades entre los indígenas que apoyaban la insurrección, querían nuevas formas de autogobierno y desconocían al Estado me­xicano. Muchos se habían iniciado con la doctrina católica de la liberación. Otros indígenas se oponían al levantamiento y seguían fieles al gobierno, principalmente del bando priísta y de iglesias evangélicas.

Las noticias previas a la masacre arrojan que hubo secuestros, agresiones, emboscadas y homicidios recíprocos que la justicia no investigó. Pueblos enteros fueron desplazados por temor a ser asesinados. Chenalhó era uno de los municipios conflictivos.

“Queríamos vivir en libertad, ya no podíamos ir a la milpa”, explica el líder de los asesinos. Sin pizca de remordimiento dice que él y sus ocho reclutados dispararon contra zapatistas y, cuando estos huyeron, se siguieron en contra de la gente que encontraron en el poblado.

“Hay veces que las mujeres y los niños empezaron a gritar y me dio coraje y les disparé”, dice como quien narra que mató a una mosca. Asegura, incluso, que mataron a más personas de las que fueron enterradas —dice que entre los muertos había zapatistas encapuchados— cuyos cuerpos nunca aparecieron.

Roberto Méndez detalla que usó una AK–47, que gente de varios pueblos cooperó para que comprara los rifles en el mercado negro de San Cristóbal de las Casas y que el comandante de Seguridad Pública, Felipe Vázquez Espinosa, los apoyó para pasar los retenes del ejército mexicano establecidos desde el levantamiento sin ser detectados.

Niega que los sicarios hubieran recibido algún tipo de entrenamiento para usar los rifles, y pasa por alto que entre sus compañeros presos está el ex militar Pablo Hernández Pérez, a quien varios ubicaron como la persona que les enseñó a atacar y usar armas.

Mientras hablo con este hombre, Angulo reúne a sus defendidos en la cancha, junto al corral de malla verde donde crían conejos y gallinas. Se para frente al grupo, habla de las últimas novedades del proceso, les anuncia que pronto vendrá la resolución final y les pide que se mantengan unidos.

En aquella visita a la prisión, en hora y media, me presentó también a Agustín Gómez Pérez, el campesino que según “el licenciado” —como le dicen—, tiene las evidencias más sólidas para demostrar que no es un criminal.

Es un hombre treintón, tiene pelo a rape, va vestido de naranja fosforescente y en la cárcel luce una sonrisa triste. En su expediente aparecen testigos que señalan que llevaba nueve meses trabajando en la ciudad de San Cristóbal de las Casas, a dos horas de Chenalhó, como vigilante auxiliar de la tienda La Princesita.

Él asegura que después de su larga jornada de trabajo, el 28 de diciembre viajó a casa para llevar dinero y se topó con una camioneta donde viajaban varios de sus paisanos a la que pidió aventón. El transporte fue interceptado por prozapatistas, que bajaron a todos los pasajeros, los acusaron del asesinato y los entregaron a la policía.

Agustín dio negativo en la prueba de activación de armas pero, igual sigue retenido hasta el día de hoy. De los 17 que fueron capturados con él, sólo uno tenía restos de explosivos en las manos. Todos permanecen en la cárcel. Tras las rejas, en calidad de detenidos, han visto sucederse a tres presidentes de la república, aunque la Constitución mexicana señala que la prisión preventiva sólo puede durar un año.

El padre de familia no conoce a quien lo acusa de asesinato. “Ya no llegué a mi casa, me detuvieron los zapatistas, dijeron que yo participo, me bajaron. Sé que no he hecho malo, siento pura tristeza”, dice en la misma silla de plástico que se turnan los presos para la ronda rápida de entrevistas.

El juez argumentó que los acusados no presentan partículas de explosivos porque son campesinos, están en contacto con la tierra y porque no se les aplicó la prueba de radizonato de sodio inmediatamente después de la masacre. “Pero, entonces ¿por qué uno sí dio positivo y el resto no?”, argumenta Angulo en uno de esos alegatos que no fueron tomados en cuenta.

La versión más divulgada de la matanza indica que la mañana del 22 de diciembre de 1997 Las Abejas rezaban en la ermita de Acteal pidiendo a Dios por la paz, pues la noche anterior un catequista les avisó que un grupo se había armado para atacarlos.

En eso estaban cuando fueron sorprendidos por “paramilitares”, que habían sido armados por el presidente municipal priísta de Chenalhó y entrenados por soldados. Los asesinos dispararon a mansalva desde las once de la mañana hasta las cinco de la tarde. La policía estatal presenció los hechos pero no intervino. El secretario de Gobierno del Estado fue avisado de los balazos cuando ocurrían pero no actuó. En un campamento del Ejército se escucharon las detonaciones pero nadie puso orden.

Al atardecer, los atacantes abandonaron el pueblo. Nadie los detuvo. Dejaron atrás a 45 personas sin vida. Cuatro de ellas eran mujeres embarazadas; sus vientres habían sido abiertos con machetes.

La noticia de la masacre se convirtió al momento en un asunto político. El Ejército Zapatista emitió un comunicado acusando a los asesinos de estar ligados al pri, y responsabilizando al gobernador del Estado, al secretario de Gobernación y al presidente Ernesto Zedillo.

Pronto, figuras públicas de otros países exigieron ante la embajada de México la aclaración del caso. En los diarios aparecían distintas versiones: las que señalaban que el crimen era resultado de la venganza entre comunidades y las que indicaban que era el clímax de la estrategia contrainsurgente aplicada por el gobierno mexicano para acabar con el foco guerrillero.

El antropólogo Yvon Le Bot publicó un artículo de opinión en La Jornada que resumía la postura de las organizaciones de izquierda: “Para eludir sus responsabilidades de la matanza de Chenalhó, las autoridades mexicanas tratan de hacer creer que, esencialmente, ésta es consecuencia de conflictos intercomunitarios”.

El secretario de Gobernación y el gobernador de Chiapas fueron removidos de sus puestos. En Ciudad de México y en toda Europa miles de personas salieron a marchar indignadas. Algunos parlamentarios europeos pidieron congelar acuerdos comerciales con México.

No tardaron en llegar a la cárcel los primeros culpables. En el sitio YouTube se puede ver el momento en que caen los primeros. Se grabó el día de la Navidad: 24 habitantes de Chenalhó viajan a bordo de un camión; cruzan con el cortejo fúnebre que regresa de enterrar a sus muertos; alguien grita que en la camioneta va uno de los asesinos —lo cual resultó cierto— y todos son detenidos. Sin orden de aprehensión.

Entre el 27 y el 29 de diciembre cayó otra veintena de presuntos culpables, entre ellos Agustín Gómez, el que trabajaba en La Princesita y regresaba a casa. Paradójicamente, Roberto Méndez, el líder de los vengadores, fue atrapado hasta mayo, cuando acudió a una reunión municipal. Algunos de sus cómplices cayeron al cometer otro delito.

En la lista negra de asesinos que la procuraduría tenía que localizar había 124 nombres; 86 de ellos enfrentaron procesos penales.

La iglesia presbiteriana tomó la defensa de los inculpados, pues la mayoría pertenecía a su fe. Intervinieron políticos locales, pastores, defensores de oficio. El último abogado, Roger de los Santos, cansado de tener que viajar a Chiapas para las audiencias, quería heredar el caso.

Por esos tiempos, Alejandro Posadas, director de la División de Estudios Jurídicos del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE) escribía un libro que permanece inédito (Acteal, la otra injusticia), escrito en coautoría con el líder presbiteriano y profesor visitante del mismo Centro, Hugo Eric Flores Cervantes, quien tuvo un fugaz estreno como funcionario del actual gobierno calderonista y hoy enfrenta un proceso penal no esclarecido, en el que Angulo fue su abogado y del que se rehúsa a dar información.

La tesis del libro señala que el caso Acteal incumple el derecho constitucional a tener un juicio justo y que es un ejemplo perfecto de cómo el sistema de justicia penal puede convertirse en una fábrica de culpables.

A manera de estrategia, los directivos de la institución decidieron tomar la defensa de los presos, fueran culpables o inocentes, y designaron esa tarea a la Clínica de Interés Público, dirigida por un abogado que llevaba dos años en el instituto y que, a diferencia de otros maestros, sí había litigado. Así le recayó el caso a Angulo.

El abogado tomó el caso hasta el noveno año del juicio, después de una quincena de abogados que desertaron durante el proceso y siete relevos de juez. En esa década —un tercio de la vida del abogado— otros seis acusados fueron absueltos, uno más fue dejado en libertad por su vejez y otro falleció en prisión.

Fracasar en este caso significan 2 250 años de cárcel repartidos entre 80 campesinos.

En México no es difícil desconfiar de la justicia. Las conclusiones de los grandes casos penales de la década pasada no convencieron a nadie. Nunca quedó claro quién mató al candidato presidencial Luis Donaldo Colosio en 1994 porque fue la propia fiscalía la que introdujo la idea de que había sido un complot y luego se desdijo. Es difícil creer que un cardenal, Juan Jesús Posadas, fue baleado en su automóvil al ser confundido con un narcotraficante, como también dijo el fiscal.

Los métodos de investigación de los que se ha valido el sistema de justicia tampoco ayudan: para esclarecer el asesinato de un diputado se utilizaron los servicios de una vidente que desenterró el cráneo de un pariente.

En el Barómetro Global de la Corrupción 2004, de Transparencia Internacional, la policía mexicana junto con los partidos políticos salió ganadora en votos como la institución más corrupta, seguida del poder judicial.

Una encuesta del CIDE, realizada en tres estados del país en 2003, arroja que una cuarta parte de los presos entrevistados al azar no contó con abogado al rendir declaración; ocho de cada diez nunca tuvieron oportunidad de hablar con el juez y 21% pensó que la mecanógrafa del juzgado llevaba control en las audiencias del juicio.

El CIDE decidió tomar el caso Acteal para diseccionarlo y convertirlo en ejemplo paradigmático de que el sistema de justicia penal no garantiza el derecho constitucional a un juicio justo.

En este juicio confluyen varios ingredientes que a los académicos les resultaron interesantes: es un caso politizado en el que se violaron reglas básicas de las garantías de los presuntos culpables con detenciones ilegales sin orden de aprehensión, listas “fabricadas” de asesinos, identificación de responsables mediante fotografías, homicidas convertidos en testigos protegidos, inculpados monolingües que no tuvieron acceso a traductores o a abogados en las primeras horas y desaparición de evidencias.

Por ejemplo —y según la información sistematizada del libro inédito—, la mayoría de los presos están encarcelados porque aparecieron en las listas de culpables o alguien declaró contra ellos.

Sin embargo, 80% de los testigos presentados en el juicio no presenciaron los hechos, y algunos recordaron tres o cuatro nombres de asesinos en el primer interrogatorio y después presentaron listas con hasta 264 culpables.

Además, 208 de los 224 testigos que ofreció la defensa de los inculpados fueron rechazados por los jueces federales que conocieron el caso, bajo el argumento de que estaban adoctrinados.

“El punto del CIDE es demostrar, por medio de un caso muy conocido y politizado, que es el propio sistema de justicia penal mexicano el que debería de estar sentado en el banquillo de los acusados”, explica la abogada Ana Laura Magaloni, integrante de la defensa.

“En Acteal, parece ser que ninguna inconsistencia es capaz de introducir una duda razonable en los jueces sobre la responsabilidad penal de los acusados. Acteal parece ser un caso en el que los acusados tienen que probar su inocencia más allá de toda duda razonable y no viceversa”, escribieron los autores Posadas y Flores en un artículo.

El golpe final de la defensa es pedir a la Suprema Corte de Justicia de la Nación que atraiga el caso y defina los estándares que debe cumplir un juicio justo y los parámetros de actuación de un juez.

El abogado Javier Cruz Angulo es un tipo peculiar. Cuando habla se jala la piel como si fuera una máscara de plástico que estira y regresa a su lugar.

Tiene rostro triangular y esa cicatriz como araña al lado del ojo izquierdo, herencia de un accidente automovilístico.

Recién designado, en diciembre de 2006, custodió el expediente en su casa de Ciudad de México durante un mes. Lo estudió algunas noches, como quien tiene una obra de arte y la observa por horas. El asunto lo atrapó al grado de obsesionarlo.

Decir que cuando duerme piensa en el caso no es una exageración. Sueña que envejece con el caso.

Angulo tiene en su casa las fotos de sus defendidos, como quien tiene la foto de la novia o el recuerdo del viaje con los mejores amigos. Se asoma por su cocina el rostro de Juanito, el líder de la comunidad carcelaria que le traduce y a quien define como un tipo fantástico que es inocente. También está el de Roberto, el cerebro de los asesinatos a sangre fría.

Siente simpatía por casi todos sus defendidos. Admite que ya perdió objetividad en su postura.

Angulo retiró su título profesional de la pared de su casa y en su lugar colgó una carta enmarcada en la que los habitantes de “El otro Chenalhó” le agradecen por la defensa.

“El caso te desgasta física y emocionalmente. La responsabilidad te aplasta, saber que tienes en las manos 70 seres humanos, que si haces una pendejada se quedan clavados por el resto de sus días”, se desahoga en el café, y al escucharse comenta que la entrevista parece terapia.

Por defender a los presuntos asesinos, algunas personas lo evitan. Una compañera de maestría le retiró el habla. Alumnos suyos en la Universidad Nacional han solicitado cambio de grupo. Amigos formados con él en Derechos Humanos no aceptan trabajar a su lado.

También ha sido avisado de que no pase por Acteal porque puede sufrir las consecuencias. Y quizá no pasar por Acteal y basar su alegato en los puros expedientes, sin escuchar la versión de las víctimas, sea un error.

Ha convivido tanto con la montaña de papeles (70 mil expedientes que ocupan un cuarto) que recita de memoria nombres, declaraciones, fechas, traduce minucias y aporta detalles a la hipótesis del CIDE de lo que realmente ocurrió aquella Navidad de los tzotziles, una versión que ha sido virulentamente criticada en periódicos como La Jornada por reforzar la versión de la Procuraduría General de la República, negar la existencia de grupos paramilitares tolerados o incubados por el Estado y confinar la matanza a un conflicto intercomunitario y religioso cometido por un pequeño grupo.

La versión de los académicos dice que el viejo Antonio Vázquez Secum ordenó que vengaran la muerte de su hijo y ofreció dinero. Roberto Méndez reclutó a ocho y los armó con R–15 y AK–47. Al llegar a Acteal, se enfrentaron a tiros con los zapatistas.

¿Cómo prueba que fue un enfrentamiento entre bandos? Con Felipe Luna, el vengador que cayó herido y que fue el primer hospitalizado del día. “No hay otra forma de explicarlo, salvo que le hayan disparado sus compañeros”, argumenta.

Sigue con la historia: cegados por el enfrentamiento, los ocho asesinos ingresaron al centro del pueblo como a las 10 de la mañana. Los vengadores dispararon indiscriminadamente. Como a la 1:30 se les acabaron las balas y huyeron.

“Se acaba la matanza, creo que hubo más muertos que alguien recogió, hay una ventana negra, que nadie sabe qué pasó como en 6 o 7 horas”, dice el defensor, para dar paso a lo macabro de la teoría.

Según esta hipótesis, y confiando en lo que declaran los asesinos confesos, un tercer grupo entró a Acteal, apiló a 43 cadáveres, los aventó a una hondonada, desapareció los cuerpos de los zapatistas y de uno de los vengadores y mató a 13 personas con arma corto–contundente, capaz de cortar y romper huesos.

Encima, alguien levantó los casquillos de bala, escondió pruebas, desacomodó la escena del crimen. Y los ministerios públicos tampoco resguardaron evidencias.

“Nadie sabe quién mató a esos 13, ninguno de los testigos que hayan estado te refiere que (los asesinos) hayan ido armados con arma corto–contundente, ni siquiera con machete. Es una ventana negra”, dice.

Niega que los asesinos trajeran balas expansivas y que abrieran el vientre de las mujeres embarazadas.

“Eso es un mito asqueroso. Ninguno de los testigos más sólidos, que estuvieron ahí, refieren eso. Todo esto, quién lo inventó, por qué, sólo Dios padre sabe”, dice.

—¿Por qué debemos creerle a los asesinos cuando dicen que no estaban organizados, que nada más eran nueve y que no fueron ellos los que remataron a los heridos? —lo cuestioné un día, incrédula de la versión de tipos como Roberto Méndez.

—Para qué iban a mentir, si ya estaban condenados y ya habían declarado, por qué iban a guardarse más datos —contestó—. Además, hay gente que los vio llegar a la casa de Antonio Vázquez Secum, al funeral de su hijo, como a las dos de la tarde.

—Para ocultar a alguien —reviré en una de las entrevistas que desembocaron en discusiones y que terminaban en una misma conclusión: por falta de evidencias nunca se sabrá qué ocurrió ese día. Tampoco habrá elementos para condenar o exculpar a los presuntos culpables.

Cíclicamente se han ventilado dudas sobre la culpabilidad de los detenidos y la ausencia de autores intelectuales. Las sospechas se reciclan cada tanto y provocan enfrentamientos aireados que se intensifican con cada aniversario luctuoso.

También yo me siento atrapada por el fuego cruzado de las declaraciones y las reconstrucciones de los hechos que tienen tantas “ventanas negras”.

“A Las Abejas no les enseñaron el octavo mandamiento del ‘no levantarás falso testimonio’”, escuché que Angulo decía a los presbiterianos que afuera del penal le pedían cuentas de cómo va el caso y la estrategia mediática para publicitarlo.

“Todos los que están presos participaron en esa matanza y si no en otras”, me dijo por teléfono Raúl Vera, quien en 1997 era obispo coadjutor de la diócesis de San Cristóbal de las Casas y sigue convencido de que la masacre la cometieron paramilitares que respondían a una estrategia de guerra.

“(Los vengadores) mienten y están adoctrinados”, respondió la abogada Mariel Contreras, del centro de derechos humanos Fray Bartolomé de las Casas, que defiende a Las Abejas.

Ella considera que la estrategia de la contraparte es que algunos se echen la culpa, que el resto se declaren inocentes, aprovechar que se perdieron evidencias, minusvalorar los testimonios de los sobrevivientes en su contra, sembrar ruido sobre lo ocurrido en Acteal y hacer olvidar que altos funcionarios de gobierno no han pisado la cárcel.

“El error del CIDE puede ser intentar hacer un trabajo técnico sin querer asumir la carga política que el asunto tiene ni ubicarlo en el contexto histórico, como lo es no buscar el diálogo con los agraviados ni las organizaciones que los apoyan porque las enormes fallas del sistema de justicia se cometieron a las víctimas y a los presuntos responsables”, opinó Edgar Cortez, el secretario de la red de derechos humanos más importante de México: Todos los Derechos para Todos.

Inmersa en este campo minado de posturas encontradas, escucho en El Amate al ex presidente municipal Jacinto Arias Cruz —el funcionario de más alto rango culpado de la matanza— decir que es inocente y que no sabe nada.

Esta noche, en la cárcel, el ex edil está renuente a hablar. Parece molesto cuando dice que no tiene mucho tiempo para contestar preguntas, agrega que no estaba enterado de lo que iba a ocurrir, que no armó a nadie y que no es paramilitar.

Aunque hubo notas periodísticas publicadas antes de la matanza que señalaban que él toleraba que sus gobernados compraran armas —en un municipio donde los dos bandos estaban armados—, no forman parte del expediente.

Molesta escuchar reír al líder, Roberto Méndez, cuando recuerda que durante la matanza, como a eso de las 12 del día, vio a cinco policías escondidos, asustados, tratando de dilucidar de dónde venían los balazos.

Conmueve escuchar a Juan Pérez, el sonriente traductor y acompañante de Angulo, que fue capturado el día del velorio, como se ve en YouTube, cuando dice que aunque estaba capturado y lo acusaban de asesinato la policía supo su verdadero nombre hasta que vio su credencial de elector, que en los años de encierro perdió a su esposa y que últimamente ha pensado en suicidarse.

Me desconcierta en su turno Lorenzo Pérez, el enmascarado, el Príncipe Azteca, a quien los abogados habían descrito como un loco que encajaba en el prototipo de asesino serial —risueño de los asesinatos que cometió—, pero que ante las visitas actúa como el más cuerdo de los confesos e intenta sostener la versión de que, con su cuerno de chivo y cien balas, “nada más” mató guerrilleros.

“Cuando llegué allá en el (penal de) Cerro Hueco ahí me mostraron una foto y vi que hay un chingo de muertos. La verdad, nunca lo vimos. No vimos que hay todos cortados (con machetes), las panzas de las mujeres, los niños. La verdad sólo Dios sabe qué pasó”.

En uno de los expedientes judiciales que el abogado tiene en su oficina, me topo con la narración de la niña Ernestina Vázquez Luna, habitante de Acteal, a quien le atribuían seis años de edad en diciembre de 1997.

En la declaración se lee: “se percató que la iglesia estaba llena, mas al poco rato empezaron a disparar dentro de la iglesia, sin darse cuenta quiénes eran, hirieron a su mamá, ya que estaba tirada en el suelo, su papá la tomó de la mano y la sacó corriendo de la iglesia para llevarla al monte, en el camino dispararon a su papá y éste le dijo ‘corre, que no te vayan a matar’, pero también recibió impactos en la pierna, aún así tuvo que esconderse entre la hierba, donde estuvo cuatro o cinco horas”.

El expediente omite un dato: ella es la hija del catequista Alonso Vázquez Gómez que habiendo sido avisado de que los priístas se organizaban para atacar Acteal le sugirió a la comunidad orar por la paz. Ella sabe más que muchos testigos.

A Ernestina la conocí en Acteal, ya convertida en una adolescente, el pasado Día de Muertos. El día estaba lluvioso, los caminos eran de lodo, los líderes no estaban y la gente se guardaba en casa para honrar la memoria de sus difuntos y esperar a que tomaran algo de la mesa servida con varias Coca–Colas y algunas tortillas.

Toda la gente que encontré en mi caminata por el pueblo y a la que le pregunté sobre la masacre ocurrida una década atrás, terminó su relato con la misma frase: “¿Si sabe que abrieron con machetes a cuatro mujeres embarazadas para sacarles a sus hijos?”. Cuando los escuchaba recordaba al abogado de la contraparte, exasperado, remitiéndose a los expedientes para aclarar que las mujeres encintas fueron abiertas al momento de la autopsia.

Éste es otro de los huecos de la investigación, pues los primeros días de la matanza hubo testimonios de sobrevivientes que aseguraron a la prensa haber visto a los asesinos rematar a sus víctimas con machetes. Pero, tampoco consta en las actas.

Ernestina me llevó a la capilla donde la comunidad guarda varias decenas de santos, santos pedros, santos niños dioses, vírgenes marías —en una caja especial la virgen con un impacto de bala, sobreviviente también ella—, santos josés; todos con vestimenta tradicional tzotzil, y de cuyas paredes cuelgan cruces con los nombres de cada uno de los asesinados.

En voz quedita, pausada, la joven explicó que cuando rezaban, aquel 22 de diciembre, se dieron cuenta de que en las orillas de la comunidad ardían casas. No se preocuparon, porque pensaron que era una reyerta entre priístas y zapatistas, hasta que escucharon balazos cercanos.

Su padre pidió a la gente que se escondiera en el bosque. Él se quedó a auxiliar a mujeres y niños y a encarar a los asesinos. Cuando lo balearon pidió a Dios que los perdonara. Eso le contaron, porque al recibir los balazos perdió la conciencia. Cuando despertó estaba tiraba en el suelo y tenía sobre sí a una mujer que, en su agonía, lloraba por agua y que minutos después expiró.

“Me desperté como a las seis de la tarde y vi que estaban muertos mis papás, mis hermanas, todos los demás, cuando desperté estaban los muertos encima de mí”, recordó entre pausas largas. A veces, a punto de llorar.

No pudo levantarse: las balas en su cadera y su rodilla se lo impidieron. Su hermanita Rosalinda, la de cinco, lloraba cerca, angustiada por el dolor del proyectil que le agujeró la pierna. Rosalinda, hoy de 15 años, escucha el relato algo inquieta pero no dice nada. Sólo muestra el trozo de piel reconstruida.

Las dos niñas vivas despertaron entre muertos. Su papá, su mamá, su abuelita, varios tíos y sus cinco hermanos eran cadáveres. Al atardecer fueron recogidas por unos vecinos y pasaron la noche en la comunidad autónoma de Polhó, a cinco kilómetros de distancia, acogidas por los guerrilleros.

Tras una mata de plátano, en el mismo paraje estuvo Manuel, su hermano adolescente. Él escuchaba que los asesinos rondaban y que esperaban “hasta media hora” para ver si alguna de sus víctimas movía una mano, inflaba su pecho o gemía, para rematarlo a disparos.

“A uno (de los asesinos) lo vi, no lo conocí, traía un arma y una pistola, paño rojo en su cuello. Cuando ya están caídos se quedan como media hora viendo si una persona mueve su mano o mueve algo para dispararles. Llegaron en la iglesia a ver si hay todavía vivos”, dice el joven de 23 años, que tiene menos destreza para expresarse en español que sus hermanas.

Aunque no es religioso lleva en el cuello una maraña de escapularios y cruces, como si quisiera parecerse a su papá.

Él y otros de la comunidad notaron la ausencia de los zapatistas durante la matanza que, dicen, iba dirigida a los guerrilleros.

“Zapatistas estuvieron escondidos ahí pero tuvieron miedo. Zapatistas y paramilitares se ven muy enemigos, paramilitares iban a defender contra ellos, pero zapatistas no pudieron, entonces dejaron libre en toda la entrada y entraron ellos (los paramilitares) muy contentos”, explica junto a la fogata donde cocina la tía que se hizo cargo de él y sus hermanas.

Guadalupe, la hermana de 21, que quedó como la mayor de los Vázquez Luna, acaba de ser mamá. Ernestina, la de 17, dice que quiere estudiar Medicina para curar heridos. Rosalinda, la quincea­ñe­ra, abandonó la escuela y sigue con los recuerdos bloqueados como cuando de niña exigía ver a papá y mamá, como si no recordara que presenció sus muertes.

Su papá, su mamá y sus hermanas parecieran verlas de reojo, desde un cuadro que tienen sobre la mesa, por la conmemoración del día de muertos.

Esta familia de huérfanos dice que los asesinos siguen libres, que las heridas en el alma no han cicatrizado y que no se les ha hecho justicia.

De regreso en Ciudad de México, en la última entrevista, Angulo pide un cigarrillo, pero ninguno de los presentes fuma. Pasan las 10 de la noche, pa­rece que es su único momento desocupa­do para dar entrevistas. En el cubículo que le sirve de oficina y que comparte con varios estudiantes me responde otra batería de dudas. Una vez concluida la entrevista, me pide que le relate la historia de Guadalupe, Ernestina, Rosalinda y Manuel, los hijos del catequista.

Cuando termina de escucharla comenta enojado: “Pinche Roberto, qué hiciste”; como si tuviera enseguida a la “basura humana”, al líder de los vengadores, y le recriminara por sus actos. Entonces, me interroga a mí con las preguntas que el expediente no explica: “¿Te dijeron quién acomodó los cuerpos en la hondonada? ¿Vieron a alguien con machete? ¿A qué hora dejaron de escuchar disparos? ¿Por qué se quedaron a rezar? ¿Cómo explican que hayan ido a atacarlos a ellos? ¿Qué vieron?”.

Lamenta que sus testimonios no estén en el expediente tan saturado de testigos que no vieron nada y de “ventanas negras”. Me pregunta si ya alguien ayuda económicamente a esa familia de huérfanos.

Me clava la mirada, serio, interesado, cuando le refiero que el catequista pidió a la gente que se escondiera, y que seguramente por eso no hay sangre en la ermita, y que, según los testimonios, algunos de sus clientes sí esperaron pacientes hasta rematar a los sobrevivientes y que los balazos seguían al atardecer.

“¿Crees que todos son culpables?”, me pregunta entonces inquieto, como si el tiempo que invirtió en explicarme el proceso no hubiera servido de nada. “¿Qué hubiera pasado si no hubiera pruebas en tu contra pero aparecieras en una lista en la que dijeran que eres asesina?”.

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