viernes, 30 de octubre de 2020

''Todas son iguales'' ® Fabián Gutiérrez


-!Pinches viejas!

Así musitaba Juan mientras inclinaba el cubilete adentro de su boca. Lo decía en voz baja, como rezando, pero todos sabemos, en este distante pueblo en un rincón olvidado de México, qué es lo que un hombre ebrio dice, a las 2 de la mañana, bajo las luces de un congal.

—¡Todas son iguales, jijas de su chingada madre!

Las bobinas rojas iluminaban con su luz escasa la faz de las botellas, el tímido fulgor se esparcía por la cara de los asistentes como una herida sangrante. Detrás de ellos, la sinfonola repetía, desde una esquina oscura, una canción de amor, un clásico entre los desairados desde la voz de un ilustre cantante.

—¡Todas, amigo! ¡Todas! Yo por eso ya dije, me voy a beber mi dinero y voy a hacer lo que me pegue mi pinche gana. ¡Voy a tener todas las viejas que yo quiera! ¿Pa’ qué ser de una, si al final todas son unas harpías!

—¡Así es, amigo! Por eso, mejor… ¡salud! ¡y que uno sea de todas!

Juan había llegado solo a ese sucio antro, al margen de la carretera, pero bastó una botella y un par de canciones para hacerse de un acompañante; alguien que, al ascenso de la noche y el alcohol, ahora era ya un amigo, un hermano del dolor.

—¡Uy, y si le contara! Fíjese que aquí venía una niña, güerita ella y de ojos claros como manantiales. Dicen que era hija de gringos, pero que se la robaron y pues terminó aquí la chamaca. Pa’ pronto que llegó un señor, de charol y corbata, que venía desde andenantes que llegara la chamaca, era cliente, pues, pero se enamoró de la niña. Bueno, este señor le traía joyas, vestidos, regalos, y en luego que se la lleva a vivir para su casa.

—¡Qué noble, en serio!, ¡qué noble!

—Sí, oiga, porque eso de recoger una piruja no cualquiera. Pero ahí al rato, antes del año, otra vez la chamaca ya andaba por acá. Que dizque porque el señor le pegaba.

—Es que estaba niña, ya ve que luego hay que educarlas.

—¡Ándele! Ora, pues, que en veces se aparecía el catrín a buscar, de nuevo, a la muchachita, y le pedía perdón y le lloraba. Ahí, mire, ahí en esa puerta se hincaba el joven a pedirle que volviera, humillándose el pobre, con la cara toda colorada del llanto.

—¡Es que somos unos idiotas cuando estamos enamorados!

—¡Pero espérese, espérese! ¿Va usté’ a creer que la niña no se quiso regresar?

—¡Jija de su madre! ¡Malagradecida! ¡Todas son unas pinches malagradecidas!

El grueso brazo de una mesera arisca se atravesó entre los dos amigos que se contaban historias de desamores, anécdotas amargas que sólo pueden ser narradas en voz baja. Sus cabezas se despegaron y tomaron aire, ya veían mareado. Juan atrapó de un zarpazo el vaso de licor que acababa de llegar, el amigo narrador había perdido la elocuencia debido al infragante escote de la moza que acercó la botella.

—Buenas noches, niña. Vente pa’ca, te invito una copa… A ver, pues, vamos para allá. Orita vengo, amigo, voy a atender a la niña. ¡Salud!

—¡Salud, amigo!

A su despedida, Juan recobró conciencia de aquel oscuro y maloliente tugurio. El lugar estaba casi solo. Algunas cuantas mesas yacían ocupadas por algún errante que habría llegado de lejos y se había ahogado en su propia soledad, quedando embarrado en la mesa, como un difunto mugroso.

La vigilia le estorbaba a Juan, le urgía llegar pronto a la inconciencia, a aquellos territorios donde el dolor se vuelve imperceptible, entonces levantó la mano y una señorita con visibles señales de hartazgo le acercó otra botella de aguardiente, misma que apresuró hasta la garganta y bebió a largas arcadas.

La hora más densa de la noche había llegado, el humo de los cigarros empañaba los ojos. Afuera las nubes tronaron. El lugar se había quedado espontáneamente solo, como si a todos se los hubieran tragado. “Ya estoy muy borracho”, pensó Juan. Se acomodó sobre la silla, colgó los brazos y, estando al filo del sueño, una tenue voz le habló a su lado.

—Buenas noches. Invítame un trago, ¿no?

Juan volteó, o más bien dejó caer la cara, hacia aquella voz algodonada. Era una damita delgada como un cáñamo, de blancos brazos largos delicadamente delineados.

—Ora, pues, pídete algo.

Si algo odiaba Juan desde el ardor de sus entrañas era estar solo. Aquella súbita compañía le había recargado el temperamento. Sentía el pecho doloroso, mas todos en este pueblo saben que cualquier dolor se vuelve sostenible cuando se está acompañado.

La compañía era graciosa y Juan nació con la maldición de la virilidad indomable. Mientras los tragos avanzaban, la señorita adquirió soltura; hacía calor, se quitó la pañoleta y Juan comenzó a fantasear las curvas de sus senos, como si estuvieran esperando sus manos ebrias debajo de la larga blusa negra.

—Pero vamos para atrás, a los privados, para que estemos más a gusto.

Un solo trago hizo falta para que el deseo de Juan saliera expulsado de su boca.

—Vamos, pues.

En estricto apego a su labor, la muchacha accedió.

Una bombilla salpicaba su ligera luz purpúrea dentro de aquellas sucias paredes. El “privado” era una suerte de cartón, láminas y una cama vieja con diversas manchas verdes. Toda la elegancia de aquel sucio cuartucho se resumía en un viejo candelero al centro del tocador y un gran espejo al costado de la cama, un detalle que a los clientes les encantaba. Afuera comenzó a llover.

De pronto el dolor atacó de golpe el pecho de Juan, el recuerdo de su desaire, por lo que se enterró la botella hasta el fondo de la boca y, con aliento putrefacto, se arrojó a los labios de la cortesana, restregándole la lengua en la cara.

Mientras Juan le arrancaba del cuerpo la ropa, aquella señorita comenzó a urdir azarosas preguntas, ya con la intención de hacer una experiencia elocuente para el cliente, ya por la necesidad de postergar el acto todos los segundos posibles.

—¿Y qué andas haciendo por aquí, tan borracho?

—Vine a olvidar a mi mujer.

—¿Pues qué te hizo?

—Es una pinche puta.

Echada boca arriba, la dama expelió una contenida risita, un ligero meneo de hombros cual burla encubierta. Había un severo aroma a sudor seco, a podredumbre, a cadáver, pero la necesidad y la embriaguez impedían que el uno y la otra se percataran de ello. Juan mordió con desesperación los pechos de la muchacha mientras se jalaba el pantalón por debajo de los zapatos, dejando un rastro de baba alrededor de su torso. Ella volvió a preguntar:

—¿Por qué puta?

—Hace dos semanas me cachó mi mujer que me metí con una de sus primas. En venganza, se fue a vivir con uno de mis amigos. Yo le expliqué bien clarito que andaba borracho y que nomás fue una aventura, que ni estaba pensando. Dizque me había perdonado, pero se la pasaba con su pinche jetota, reprochándome que de seguro ya me andaba acostando con otra. Se volvió pinche loca. Pos un buen día llegué de trabajar y ya no estaba, nomás me dejó recado que se había ido de la casa, que ya no quería saber nada de mí. Se fue a vivir a casa de mi compadre. Yo ya me imaginaba que algo se traían, desde antes me daba cuenta que ella le sonreía mucho. ¡Se enamoró de mi amigo! ¡Yo no me enamoré de su prima! ¡Clarito le expliqué que andaba borracho, nomás fue una pinche revolcada! ¡Pero ella sí se enamoró! ¡Pinche puta! ¡Es una pinche puta!

La muchacha levantó las cejas e hizo una mueca rara.

El gesto se le desfiguró a Juan mientras narraba el suceso. Le salían arrugas y le espumaba la saliva por la comisura de los labios. Era una sucia mezcla entre furia y llanto. Entonces arrancó de un solo manotazo la ropa interior de la muchacha, quien recibió con un gemido ahogado, como de puñalada mortal, la embestida de ese animal rabioso que Juan era esa noche. Debajo de él, una muchacha blanca miraba la lluvia a través de la ventana mientras era penetrada.

Pero Juan detestaba, odiaba tanto o más la soledad que el desaire, y el hecho de estar estrellando su sexo contra el cuerpo de una mujer que no hablaba ni decía nada con la cara le parecía deleznable. Entonces jadeó algunas palabras con la pura intención de no sentirse solo.

—Oye, ¿y la chamaca esa que vivía con el catrín?

—Aquí trabajaba.

El sudor le caía desde la frente hasta la cara de la muchacha.

—¿Y luego?

—¿Luego qué?

—¿Pos qué le pasó? ¿Sí se regresó o no?

—No.

—¿Por qué?

—Murió.

Los fierros debajo del colchón chillaban entre las acometidas y las palabras. El olor a descomposición se acrecentaba.

—¿Cómo se murió?

—Aquel hombre, el catrín según tus palabras, insistió hasta la locura. Como ella estaba bien aferrada a su decisión, prefirió la escoria de este lugar que aquella jaula de oro donde se la acababan a golpes, le pidió al patrón que le negara el acceso a su marido, quien cada vez armaba mayores escándalos, borracho, cada vez que venía a verla. Pero se volvió loco. Y en su locura llegó una noche, disfrazado con gafas oscuras y barba crecida; entonces se acabó las botellas y se trajo a la muchacha casi a rastras hasta esta habitación. Pobre niña. Su único infortunio había sido nacer mujer. Entonces, aquella noche, mientras la fornicaba, el caballero sacó un punzón que escondía bajo sus pantalones, le quitó la vida a puñaladas a quien hacía unos meses juraba amor eterno.

Juan escuchó la historia del suceso con lava en sus arterias. Aquella funesta historia le había encolerizado hasta llenarle los ojos de sangre. “¡Todas son iguales!”, pensó mientras incrementó la violencia con la que, intempestivo, castigaba a la mujer, que ahora ya lloraba. En la ventana la lluvia caía a gotas gruesas, como un llanto gigantesco. Mas cuando un relámpago remoto iluminó el interior de aquel angosto cuarto, Juan volteó hacia el espejo. Y en el espejo vio la que sería su última visión.

Aquella realidad reflejada transgredía todas las posibilidades de la decencia. En el espejo estaba Juan, mas la niña no. En su lugar, Juan copulaba con un cadáver, con una figura humana de piel verde podrida a manchones. Juan regresó la cara, pero allí estaba la niña, mordiéndose el labio para tragarse el llanto. Mas a la luz de otro trueno intempestivo, Juan volvió los ojos al espejo, sólo para constatar que, en efecto, aquella con quien se apareaba no era una mujer, sino un ser sacado de la mismísima tumba, los restos de un esqueleto todo manchado de sangre. Entonces un relámpago golpeó tan cerca como para iluminarlo todo, por lo que Juan volteó sólo para confirmar: la repugnante sospecha: su pecho, sus manos, todo él estaba lleno de sangre, los restos de una mujer, una dama en descomposición con heridas borboteantes yacía bajo su cuerpo. La voz de aquel relámpago ahogo el grito de Juan. Una mano huesuda lo sujetó con fuerza del brazo, como aferrándose desde la otra vida a la venganza, la de ella y la de toda su estirpe.

Hace algunos días fue el rosario de Juan. Lo encontraron, desnudo, ahogado en el alcohol, en el piso de un prostíbulo. Fueron todos sus familiares y conocidos, que no eran pocos. Recordaron a Juan como un gran amigo, una gran persona. La tristeza lo había llevado a tan trágica conclusión. La que fue su mujer estuvo ausente. ¡Pinche vieja! Pensó la mamá de Juan.

 

® Fabián Gutiérrez (Estado de México)

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