lunes, 26 de octubre de 2020

''A orillas del río Bravo'' ® Lázaro Mayorga


Antonio recuperó el conocimiento al escuchar aquel espeluznante grito. Quiso moverse, pero descubrió con horror que no podía. Lo tenían atado en forma de equis -con los brazos hacia arriba y las piernas separadas- a unas estacas clavadas en el suelo. Un segundo grito lo hizo voltear a su derecha, y lo que miró le heló la sangre de terror. A unos cuantos metros de donde él se encontraba, estaba atado otro hombre en una forma similar a la suya, pero lo que más le llenaba los ojos de espanto, era verlo con el pecho desangrándose, mientras una mujer vestida de negro y con un antifaz del mismo color le extraía el corazón. Una vez que lo tuvo en sus manos, lo alzó sobre su cabeza, y al instante, una decena de mujeres disfrazadas también de negro, danzaban frenéticas alrededor de una hoguera.

Aquella danza macabra a la luz de la luna llena duró varios minutos, y se suspendió cuando la mujer que traía el corazón del joven sacrificado se les acercó a paso lento. Enseguida le dio un mordisco, para después ofrecérselos a cada una de sus compañeras para que hicieran lo mismo.

Antonio, asqueado, se volteó hacia otro lado para no mirar tan aberrante escena. ¿Cerró con fuerza los ojos para tratar de recordar “?  del porque se encontraba él en esa situación? ¿Qué fue lo que le llevó a ese lugar?” Desde muy en el fondo de su subconsciente, le comenzaron a llegar las imágenes de lo sucedido unas horas antes.

Él y su novia Samanta se dirigían a la playa de la ciudad en su automóvil. El tiempo era propicio para visitar el mar. Era un clásico día de verano con intenso calor. Pero la razón principal por la que acudían juntos al balneario, era para celebrar el cumpleaños de ella. Y así fue que después de salir de la maquiladora donde trabajaban los dos, se abastecieron de cervezas y botanas y emprendieron la fuga en busca de brisa y mar.

Tenían poco tiempo de ser novios. Ella había ingresado a la maquiladora unos meses atrás, y le tocó trabajar en la línea donde él era supervisor.

Lo que más le atrajo de la chica fue su carácter serio y reservado. No se metía en chismes y platicas prolongadas. Cumplía con su trabajo y se retiraba a su hogar. Y como él no tenía una relación seria con nadie, la empezó a enamorar, para que después de varios meses de intenso cortejo, aceptara ser su novia. Samanta era de tez blanca, cabello castaño y finas facciones. Pero lo que más le atraía de ella, era ese generoso busto que se adivinaba bajo sus discretas blusas.

La tarde en la playa fue como lo planearon. Se bañaron en sus frescas aguas, expusieron sus cuerpos a broncearse ante los candentes rayos del sol, y lo mejor de todo, él podía admirar ese escultural cuerpo cubierto solo por ese bikini rojo.

Al anochecer se fueron a cenar a unos de los restaurantitos situados a la entrada de la playa. Después se alejaron más allá de bullicio de la gente que por ser fin de semana abarrotaban el lugar.

Cuando menos lo esperaban, por el oriente surgió una hermosa luna llena y pronto iluminó con sus rayos de plata el inmenso mar y sus alrededores.

Samanta estuvo por varios minutos observando la luna y cuando lo miró, tenía algo raro en su mirada. Pero al instante él lo olvidó pues ella tomaba la iniciativa de besarlo y acariciarlo con pasión. Se tiraron sobre la arena, ¡y por fin! Antonio disfrutó a su gusto ese par de pechos, las veces que ella se le entregó por entero.

Era cerca de la media noche cuando Samanta lo sacudió pidiéndole que ya se marcharan, sacándolo del reconfortante sueño que comenzaba a disfrutar.

A los pocos minutos dejaban atrás la playa y se enfilaban rumbo a la ciudad. El joven se sentía algo agotado. Las cervezas ingeridas, el corretear por el mar y los ratos de placer, lo hacían bostezar continuamente-

¡De repente sucedió lo inesperado! Tras un parpadeo, Antonio miró que una figura femenina vestida de negro cruzaba a paso lento la carretera. Para no atropellarla, torció el volante hacia su derecha saliéndose del camino. Sería tal vez por la inesperada aparición de la silueta negra a la luz de la luna, que él no reaccionó bien. En lugar de pisar el freno para detener el coche, presionó con fuerza el acelerador, haciendo que el vehículo saliera disparado sin rumbo, terminando por estrellarse en un arbusto. Al impacto, el joven pegó de frente en la manejara perdiendo el sentido.

Unos gritos salvajes lo regresaron a su triste realidad. El grupo de mujeres arrastraban el cuerpo del infortunado joven rumbo al Rio Bravo. Entre varias lo levantaron de pies y manos, Después lo mecieron por tres veces y lo arrojaron a las turbulentas aguas. Las fuertes corrientes, características de ese cauce en tiempos de lluvia, arrastraron el cuerpo rumbo al mar. Una vez hecho esto, aquellas figuras fantasmales se acercaron hacia donde estaba amarrado Antonio. La mujer de más edad, y al parecer, la líder, se adelantó a las demás con la daga en la mano. El joven se retorció desesperado tratando de liberarse, sin conseguirlo.

La líder se volteó hacia sus compañeras, y le hizo señas a una de las más jóvenes para que se acercara. Cuando la tuvo cerca y sin decir palabra alguna le pasó el puñal, que la joven recibió con manos trémulas. Tal vez sería por ser su primer sacrificio, o la emoción de ser ella la que arrancara el corazón a ese joven, o las dos cosas a la vez.

Se arrodilló por el lado izquierdo de su aterrada víctima, le pasó una de sus manos por el pecho, como si se lo acariciara mientras le dirigía una misteriosa llamada a través del negro antifaz. Después, con un rápido movimiento tomó la daga con sus manos, ¡y la dejó caer con fuerza en el lugar que antes acariciara!

Al sentir el frío acero penetrar en su cuerpo, Antonio quiso aullar de dolor, pero su grito se ahogó en su garganta, cuando le vio a la joven-cuando se inclinaba para empujarle el puñal hasta el tope- el misterioso lunar de media luna en el busto, que le descubriera hace apenas unas horas ¡a su novia Samanta!

 

® Lázaro Mayorga (H. Matamoros, Tamps. México)

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