miércoles, 28 de octubre de 2020

''La casa luminosa'' ® Ramiro Rodríguez


 Los fantasmas no existen, le dijo su terapeuta ese lunes por la mañana. Entonces, ¿por qué siento este frío que me rompe los huesos?, pensó horas después, ya dentro de las paredes de su casa. ¿A qué le atribuyo esta fragmentación en la que caigo al paso de los días?

Las preguntas surgieron como destellos pálidos desde el fondo de la oscuridad en los rincones, detrás de los muebles antiguos, debajo de la escalera. El silencio se había transformado en una constante que todo lo ensucia con su presencia callada.

 Ya eran tres años de haberse mudado a la casa, herencia inesperada de la tía Lucrecia, hermana de su madre, que murió sin haber tenido herederos directos más que ella, su sobrina predilecta. Romana nunca contrajo matrimonio por su alergia crónica al machismo que parecía perseguirla en la figura de todos los novios, todos los pretendientes que había tenido a lo largo de sus cuarenta años. Por eso estaba sola. Pensaba que estaba sola, hasta el día que supo que la casa estaba poblada de puntos luminosos que emergían de todos los rincones y detrás de todas las puertas. No les temía a las luces repentinas; nunca le habían hecho daño. Se limitaban a salir de sus guaridas en horarios diferentes y desplazarse por los espacios de la casa. Podía sentir su presencia cuando llegaban los escalofríos que invadían su cuerpo al pasar a través de ella como en una especie de transverberación; la sorprendían mientras entraba o salía de las habitaciones en la segunda planta, cuando subía o bajaba las escaleras, al salir o entrar a la sala de baño. Había pensado en venderla; pero supo, desde el día que llegó a la casa para ocuparla, que allí encontraría a la compañera ineludible del final de los días.

Entró a la cocina para prepararse un té. Sacó un sobrecito de la alacena y lo colocó dentro de la taza. Colocó la tetera sobre el fuego de la estufa y esperó poco más de dos minutos. Cuando se escuchó el silbato para indicar el hervor del agua, Romana se acercó para apagar la estufa. Entonces vio que el agua caliente salía con lentitud de la tetera para alojarse en la taza. Era la primera vez que presenciaba movimiento en los objetos, como si tuvieran alma las cosas. Se retiró de la estufa con lentitud, tomó asiento en la silla y esperó a que el agua terminara de alojarse dentro de la taza. Entonces sintió la paulatina inmovilidad de su cuerpo; su cabeza se sintió pesada, sus manos sobre el regazo, sus piernas. El movimiento casi imperceptible de los párpados se detuvo poco a poco hasta parecerse a la piedra.

Las luces salieron de los rincones en movimientos semicirculares, pasaron por los pasillos, bajaron de la planta alta por las escaleras hasta congregarse en la cocina. Romana pudo ver cuando las luces, como cientos de puntos luminosos, se desplazaban en un caos lento en los espacios de la cocina para colocarse frente a ella, inmovilizada por un miedo sin precedente, casi petrificada. Como nunca, las luces empezaron a formar siluetas humanas. Le pareció ver la figura de su madre, la silueta de su tía Lucrecia, el contorno de su tío Humberto, las formas de otros nombres que se habían transformado en memoria con el paso de los años.  

La especie de rayo que formaron las siluetas se estrelló con fuerza en el cuerpo de Romana, aún sentada en la silla, sin movimiento en su cuerpo. Entonces su cuerpo se transformó en un rayo de luz, en resplandor que se elevó sobre la silla para flotar, junto a otros espectros luminosos, en el espacio interior de la casa.

 

® Ramiro Rodríguez (H. Matamoros, Tamps. México)

 

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