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miércoles, 21 de octubre de 2020

''Augurio'' ® Roxana Aguilar Rebollo

 Cuando desperté y estiré el brazo para apagar el despertador, la luz era opaca a pesar de ser altas horas ya de la mañana, al tocar mi rostro se intensifico el dolor de cabeza que se agudizaba con un zumbido latente que se intuía entre sueños.  Turbado aun de lo que no lograba entender como real o como sueño, recordé la tormenta a la salida de la fiesta la noche anterior, mi llegada tumultuosa a casa y el extraño perro negro que se cruzó en mi camino, sus brillantes ojos eran algo que al recordar aun me provocaba escalofríos.

    La cabeza me reventaba y trastabillando con varios ángulos de los muros de mi habitación, logré llegar al baño y prendí la regadera en un intento dramático de disminuir aquel tormento.  El agua me corto la piel, su sensación era quizá bajo cero, pero entumió mis músculos y el dolor pareció menguar.  Absorto en aquella sensación de apaciguamiento mis ojos se clavaron en los azulejos de las paredes, cuando lentamente una mancha de moho en una de las esquinas, pareció dejar de ser una amorfa figura tornándose en algo más.   De repente, la forma se moldeo completamente a la de un rostro, una cara con el efecto de cera derretida, demacrada, y abyecta en el dolor de siglos, por una agonía que no paraba de purgar.

--¡Mauricio!

   La voz conocida pareció arrastrarme a la orilla de lo real, y la mancha volvió hacer lo normal, moho disperso y nada más.  -Apúrate, el examen está por comenzar, apenas y llegamos a la universidad.

   Me apresuré a vestirme, y salí en medio de una vorágine de sensaciones que me mantenían entre el sueño y la vigilia.

   El examen empezó en punto, y la cabeza aún se sentía entumida, la punta de lápiz casi había atravesado el papel y mis ideas seguían encajonadas sin poder lanzarse en picada a la prueba.  Aturdido aun, note una extraña sombra que corrió por la ventana; hubiera sido de los más natural si no hubiéramos estado en un tercer piso y un vació de 6 metros se abriera a nuestros pies.

   Termine como pude entre las hojas tachonadas y salí mareado en busca de un baño, necesitaba agua que calmara la náusea o simplemente vomitar, corrí por los pasillos y me volqué en el piso sosteniéndome del retrete aferrándome a vivir.  Vomite, una, dos, tres veces, y me incorpore pálido y maltrecho, me observe al espejo y vi los despojos de mí después de una noche de juerga.  Me agache a mojarme el rostro y al incorporarme una voz muy clara me dijo.  - ¡Está muerto!

   El zumbido nuevamente se apodero de mi cerebro, esta vez acompañado de una asfixia inminente a causa de una inesperada parálisis, logrando a fuerza de voluntad liberarme del yugo de la inmovilidad, corrí despavorido en busca de personas, gente que me salvará de lo inconcebible.

--Mauricio, espérate ¿qué te pasa?

--Nada yo, el baño.  Olvídalo. ¿Qué paso?

--No nada, solo quería recordarte lo de la fiesta de hoy, a las 8 en casa de Lucio.

  Parecía inaudito seguir bebiendo al siguiente día después de la intensa borrachera de la que apenas salía, sin embargo, negarse a ella era aún más inaudito.   Caminé meditabundo hasta mi casa, y dormí toda la tarde.    Al ponerse el sol, Me incorpore somnoliento aun de la larga siesta reparadora.  En la penumbra, logre apenas divisar la silueta de un hombre, alto y corpulento como yo, vestido con una chaqueta negra de cuero y el rostro completamente desfigurado, señalándome maniáticamente.

--Si la quiere que venga por ella- dijo

 La parálisis volvió y con él la asfixia, una probada de muerte era aquella sensación que se apoderaba de mí, cuando sin más, la luz de la habitación se encendió y mi hermano atravesó el umbral.

--¿Mauricio estas bien? Creo que estas teniendo una pesadilla.

   Abrí los ojos y lo miré con una esperanza alentadora, sin embargo, no logré articular palabra hasta varios minutos después.

    Salí de casa, cansado por la fiesta de una noche antes, por las labores del día, pero, sobre todo, agotado de aquella serie de acontecimientos extraños que me estaban envolviendo, temía estar perdiendo la cabeza, o algo así, la idea era absurda, pero quizá, el exceso de alcohol de varios días estuviera provocando el hecho.

--Mauricio, hasta que te dejas ver, llevo una semana sin saber de ti.

--¿Una semana?

--Si pues, desde la fiesta de Angelina.

--Pero si anoche estuvimos bebiendo.

--¿De qué hablas?, anoche nadie bebió o a mí no me invitaron.

  Su sinceridad me provocó un escalofrió que recorrió mi cuerpo, todo el malestar de ese día lo había aludido a una fiesta en casa de Fabián una noche antes, que él mencionara eso, detonaba mis alarmas.  Bebí, uno, dos, tres caballitos de tequila, y el nerviosismo se apoderaba de mí, de repente otro escalofrió, y entonces vi la chamarra de Fabián, su favorita, la que nadie podía tocar, me la puse, buscando venganza por él malestar que acababa de provocarme y salí de la casa echándome a andar por uno de los extremos de la carretera, y de repente un grito.

--Mauricio, no seas cabrón devuelve esa chamarra, Fabián ya está armando desmadre por ese vejestorio.

--¡Si la quiere que venga por ella!

   Grite, y un halo de extrañeza me envolvió, lo siguiente, me es difícil definir, ni siquiera describir mis verdaderos sentimientos al respecto, uno, una luz cegadora, dos, un golpe mortal de un bólido que no se detuvo jamás.  Luego tres, los ojos del perro negro husmeando el cadáver, mi cadáver, lamiendo las heridas del rostro desfigurado, por último, las voces, que sentencian el augurio del que ya se me había hecho partícipe y no supe escuchar.

--¡Está muerto!  Mauricio, está muerto.

® Roxana Aguilar Rebollo (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. México)

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