Esta historia inverosímil empieza en un mar que era como un sueño azul, de un color tan vivo como el de unas medias de seda azul, y bajo un cielo tan azul como el iris de los ojos de los niños. Desde la mitad oeste del cielo el sol lanzaba pequeños discos dorados sobre el mar: si mirabas con suficiente atención, podías ver cómo saltaban de ola en ola para unirse en un largo collar de monedas de oro que confluían a un kilómetro de distancia antes de convertirse en un crepúsculo deslumbrante. Entre la costa de Florida y el collar de oro, fondeaba un flamante y airoso yate blanco, y bajo la toldilla de popa azul y blanca, tendida en una tumbona de mimbre, una joven rubia leía La rebelión de los ángeles de Anatole France.
Tendría unos diecinueve años, y era
delgada y flexible, con seductores labios de niña mimada y vivaces ojos grises
llenos de radiante curiosidad. Sin calcetines, con un par de zapatillas de raso
azul que le servían más de adorno que de calzado y le pendían descuidadamente
de la punta de los dedos, apoyaba los pies en el brazo del sillón vacío que
tenía más cerca. Mientras leía, se deleitaba de vez en cuando pasándose por la
lengua medio limón que tenía en la mano. El otro medio, chupado y seco, yacía
en cubierta, a sus pies, meciéndose suavemente de acá para allá al ritmo casi
imperceptible de la marea.
La segunda mitad del limón estaba casi
exprimida y el collar de oro se había dilatado asombrosamente, cuando, de
pronto, un rumor de pesadas pisadas rompió el silencio soñoliento que envolvía
al yate, y un hombre maduro, coronado por una cabellera gris y bien cortada,
que vestía un traje de franela blanca, apareció por la escalera que llevaba a
los camarotes. Se detuvo un momento, hasta que sus ojos se acostumbraron al
sol, y, cuando vio a la chica bajo la toldilla, lanzó un largo gruñido
recriminatorio.
Si había querido producir algún tipo de
sobresalto, estaba condenado a la decepción. La chica, sin inmutarse, pasó dos
páginas, retrocedió una, levantó el limón mecánicamente a la distancia
requerida para saborearlo, y luego, muy débilmente pero de modo inconfundible,
bostezó.
—¡Ardita! —dijo enfadado el hombre del
pelo gris.
Ardita emitió un ruidito que no
significaba nada.
—¡Ardita! —repitió—. ¡Ardita!
Ardita levantó lánguidamente el limón y
dejó que dos palabras se le escaparan antes de lamerlo.
—Ay, cállate.
—¡Ardita!
—¿Qué?
—¿Quieres escucharme, o tengo que llamar a
un criado para que te sujete mientras hablo contigo?
El limón descendió lenta y desdeñosamente.
—Dímelo por escrito.
—¿Puedes tener la amabilidad de cerrar ese
libro abominable y dejar ese repugnante limón un par de minutos?
—¿Puedes dejarme en paz un segundo?
—Ardita, acabo de recibir una llamada de
la costa...
—¿Una llamada? —por primera vez mostraba
un leve interés.
—Sí, era...
—¿Quieres decir —lo interrumpió,
sorprendida— que han llamado desde la costa?
—Sí, y precisamente ahora...
—¿Y los otros barcos también han captado
la llamada?
—No. Es una línea submarina. Hace cinco
minutos...
—¡Qué barbaridad! La ciencia es oro, o
algo por el estilo, ¿no?
—¿Quieres dejar que termine?
—¡Suéltalo!
—Bien, parece... He subido porque... —hizo
una pausa y tragó saliva varias veces, como un loco—. Ah, sí. Jovencita, el
coronel Moreland ha llamado otra vez para preguntarme si era seguro que te
llevaría a cenar. Su hijo Toby ha venido desde Nueva York para conocerte y ha invitado
a otros jóvenes. Por última vez, ¿quieres...?
—No —cortó Ardita—. No quiero. He venido a
esta maldita travesía con la única idea de ir a Palm Beach, y tú lo sabes, y me
niego terminantemente a ver a ningún maldito coronel ni a ningún maldito
muchacho, se llame Toby o como se llame, y a poner el pie en alguna otra
maldita ciudad de este Estado de locos. Así que, o me llevas a Palm Beach, o te
callas y te vas.
—Muy bien. ¡Es el colmo! Encaprichándote
de ese hombre, un hombre famoso por sus excesos, un hombre al que tu padre ni
siquiera le hubiera permitido pronunciar tu nombre, te has dejado llevar por la
mundanería de medio pelo más que por los ambientes en los que cabe presumir que
has crecido. Desde ahora...
—Ya lo sé —lo interrumpió Ardita con
ironía—. Desde ahora tú seguirás tu camino y yo el mío. Ya he oído ese cuento.
Y sabes que es lo que más me gustaría.
—De ahora en adelante —anunció
solemnemente— no eres mi sobrina. Yo...
—¡Ahhhh! —el grito surgió de Ardita con la
agonía de un alma en pena—. ¿Por qué no dejas de darme la lata? ¿Por qué no te
vas? ¡Salta por la borda y ahógate! ¿Quieres que te tire el libro a la cabeza?
—¡Si te atreves a...!
¡Zas! La rebelión de los ángeles surcó los
aires, erró el blanco por un pelo y se estrelló alegremente en cubierta.
El hombre del pelo blanco dio
instintivamente un paso atrás y luego dos pasos adelante con cautela. Ardita se
irguió sobre su metro setenta de estatura y lo miró desafiante, echando chispas
por sus ojos grises.
—¡Lárgate!
—¿Cómo te atreves?
—¡Porque me da la gana!
—¡Te has vuelto insoportable! Tienes un
carácter...
—¡Vosotros me habéis hecho así! Ningún
niño tiene mal carácter si no es por culpa de su familia. Si soy así, es culpa
vuestra.
Murmurando algo entre dientes, su tío dio
media vuelta, avanzó unos pasos y ordenó a voces que sirvieran el almuerzo.
Luego volvió a la toldilla, donde Ardita se había sentado de nuevo para
concentrarse en su limón.
—Voy a desembarcar —dijo el tío
lentamente—. Volveré esta noche, a las nueve, y regresaremos a Nueva York. Te
devolveré a tu tía para que sigas tu vida normal, o más bien anormal.
Calló un instante y la miró, y de repente
algo en el puro infantilismo de su belleza pareció atravesar su rabia como se
pincha un neumático, y lo dejó sin defensa, dubitativo, completamente atontado.
—Ardita —dijo no sin amabilidad—, no estoy
loco. Sé lo que digo. Conozco a los hombres, y, chiquilla, los libertinos
recalcitrantes no se reforman hasta que se cansan, y entonces ya no son ellos
mismos, sino una sombra de lo que fueron.
La miró como si esperara un signo de
asentimiento, pero, al no recibir ni una mirada ni una palabra, prosiguió:
—Puede que ese hombre te quiera, es
posible. Ha querido a muchas mujeres y querrá a muchas más. Hace menos de un
mes, un mes, Ardita, mantenía una escandalosa relación con esa pelirroja, Mimi
Merril; le prometió que le iba a regalar la pulsera que el zar de Rusia le
regaló a su madre. Ya sabes... lees los periódicos.
—«Espeluznantes escándalos de un tío
angustiado» —bostezó Ardita—. Haz una película. Depravado hombre de mundo
intenta seducir a una virtuosa chica moderna. Chica moderna y virtuosa
engatusada completamente por el terrible pasado de un hombre de mundo. Cita en
Palm Beach. El tío angustiado frustra los planes.
—¿Puedes decirme por qué demonios quieres
casarte con él?
—Estoy segura de que no sabría decírtelo
—atajó Ardita—. Quizá porque es el único hombre que conozco, bueno o malo, que
tiene imaginación y el valor de mantener sus convicciones. Quizá sea para
escapar de esos niñatos idiotas que malgastan su tiempo libre en perseguirme
por todo el país. En cuanto a la famosa pulsera rusa, puedes estar tranquilo:
me la regalará a mí en Palm Beach, si demuestras un poco de inteligencia.
—¿Y la pelirroja?
—Hace seis meses que no la ve —dijo con
rabia—. ¿Crees que no tengo el orgullo suficiente como para preocuparme de esas
cosas? ¿No te has dado cuenta de que puedo hacer lo que me dé la gana con el
hombre que me dé la gana?
Alzó la barbilla al aire como la estatua
de la libertad y estropeó un poco la pose cuando volvió a levantar el limón.
—¿Es la pulsera rusa lo que te fascina?
—No, sólo estoy intentando darte el tipo
de explicaciones que convienen a tu inteligencia. Y quiero que te largues —dijo
otra vez de mal humor—. Sabes que nunca cambio de opinión. Llevas fastidiándome
tres días y me vas a volver loca. ¡No quiero desembarcar! ¡No quiero! ¿Me has
oído? ¡No quiero!
—Muy bien —dijo él—, tampoco irás a Palm
Beach. De todas las chicas egoístas, mimadas, caprichosas, imposibles y
desagradables que he...
¡Paf! La mitad del limón le dio en el
cuello. Al mismo tiempo se oyó una voz:
—La mesa está servida, señor Farnam.
Muy enfadado y con tantas cosas que decir
que no podía articular palabra, el señor Farnam fulminó con la mirada a su
sobrina y, dando media vuelta, desapareció rápidamente por la escala.
II
Las cinco de la
tarde cayeron desde el sol y se hundieron silenciosamente en el mar. El collar
dorado creció hasta ser una isla resplandeciente, y de repente una canción
llenó la débil brisa que había estado jugueteando con los bordes de la toldilla
y balanceando una de las zapatillas azules que colgaban de la punta de los
pies. Era un coro de hombres en completa armonía y perfectamente acompasados
con el sonido de los remos que surcaban las aguas azules. Ardita levantó la
cabeza y escuchó:
Zanahorias y guisantes,
judías en las rodillas,
cerdos en los mares,
¡camaradas felices!
Moved la brisa,
moved la brisa,
moved la brisa
con vuestro rugido.
Las cejas de Ardita se fruncieron de
asombro. Se sentó y, muy quieta, escuchó atentamente cuando el coro empezó la
segunda estrofa.
Cebollas y judías,
Mariscales y Deanes
Goldbergs y Greens
y Costellos.
Moved la brisa,
moved la brisa,
moved la brisa
con vuestro rugido.
Con una exclamación tiró el libro en
cubierta, donde rodó y se quedó abierto, y corriendo se asomó por la borda. A
veinte metros de distancia se acercaba un gran bote de remos con siete hombres:
seis remaban y uno, de pie en la popa, marcaba el compás de la canción con una
batuta de director de orquesta.
Ostras y rocas,
serrín y puñetazos,
¿quién puede hacer relojes
con violonchelos?
Los ojos del jefe se clavaron de repente en
Ardita, que se inclinaba sobre la borda hechizada por la curiosidad. El jefe
hizo un rápido movimiento con la batuta y la canción cesó instantáneamente. Era
el único blanco en la barca: los seis remeros eran negros.
—¡Ah del barco! ¡Ah del Narciso! —llamó
según las normas.
—¿A qué se debe toda esta barahúnda?
—preguntó Ardita alegremente—. ¿Sois el equipo de remo del manicomio local?
La barca rozaba ya el costado de yate y un
hombretón negro en la proa se agarró a la escala de cuerda. Inmediatamente, el
jefe abandonó su posición en la popa y, antes de que Ardita se diera cuenta de
sus intenciones, había subido por la escala y se había plantado, jadeante, en
cubierta.
—¡Perdonaremos a las mujeres y a los
niños! —dijo enérgicamente—. ¡Ahogad sin contemplaciones a los niños que lloren
y echad dobles cadenas a los hombres!
Hundiendo las manos en los bolsillos de su
vestido, Ardita lo miraba fijamente. El asombro la había dejado sin habla.
Era un joven con un gesto de desdén en los
labios y, en el rostro atezado y atractivo, los ojos azules y vivos de un niño saludable.
Tenía el pelo negro como la pez, mojado y ensortijado: el pelo de una estatua
griega que se hubiera bronceado al sol. Tenía una constitución armoniosa, iba
armoniosamente vestido y era garboso y ágil como un futbolista.
—¡Seré pasada por las armas! —dijo
atónita.
Se miraban fríamente.
—¿Rindes el barco?
—¿Es un golpe de ingenio? —preguntó
Ardita—. ¿Eres idiota o estás haciendo las pruebas de ingreso en alguna
hermandad de estudiantes?
—Te he preguntado si rindes el barco.
—Creía que la bebida estaba prohibida por
la ley —dijo Ardita con desdén—. ¿Has estado bebiendo esmalte de uñas? Será
mejor que te largues del yate.
—¿Cómo? —la voz del joven mostraba
incredulidad.
—¡Fuera del yate! ¡Ya me has oído!
La miró un instante como si estuviera
meditando lo que había dicho.
—No —dijo lentamente con aquella expresión
de desdén—; no, no me iré del yate. Vete tú, si quieres.
Desde la barandilla dio una orden seca e
inmediatamente la tripulación de la barca subió por la escalerilla y se alineó
frente a él; un negro negro como el carbón y corpulento en un extremo, y en el
otro un mulato minúsculo de metro y medio de estatura. Parecían llevar
uniforme, una especie de traje azul adornado con polvo y barro, hecho jirones;
llevaban al hombro una pequeña bolsa blanca que parecía pesada y bajo el brazo
grandes estuches negros con aspecto de contener instrumentos musicales.
—¡Firmes! —ordenó el joven, entrechocando
secamente los talones—. ¡Un paso al frente, Babe!
El negro más pequeño dio un paso al frente
y saludó.
—¡Sí, señor!
—Toma el mando, baja a la cabina, haz
prisionera a la tripulación y átalos a todos menos al maquinista. Tráemelo. Ah,
y amontona las bolsas junto a la borda.
—¡Sí, señor!
Babe volvió a saludar y dio media vuelta
empujado por los otros cinco que se apiñaban a su alrededor. Luego, después de
un breve murmullo de consulta, enfilaron ruidosamente el camino de los camarotes.
—Ahora —dijo el joven alegremente a
Ardita, que había presenciado esta última escena en un silencio desdeñoso—, si
juras por tu honor de flapper o chica a la moda (lo que seguramente no vale
mucho) que mantendrás cerrada esa boquita de niña mimada durante las próximas
cuarenta y ocho horas, te dejaremos que remes hasta la costa en nuestro bote.
—¿Y si no?
—Si no, tendrás que navegar.
Con un pequeño suspiro, como si acabara de
superar un mal momento, el joven se acomodó en la silla que Ardita acababa de
dejar vacía y estiró los brazos perezosamente. Las comisuras de sus labios se
aflojaron de manera visible cuando miró a su alrededor y vio la rica toldilla a
rayas, el bruñido bronce y el lujoso equipamiento de cubierta. Entonces vio el
libro y el limón exprimido.
—Humm —dijo—, Stonewall Jackson asegura
que el zumo de limón le aclara las ideas. ¿Tienes tus preciosas ideas claras?
Ardita no se dignó contestar.
—Porque dentro de cinco minutos tendrás
que decidir si te vas o te quedas.
Cogió el libro y lo abrió con curiosidad.
—La rebelión de los ángeles. Suena de
maravilla. Francés, ¿no? —ahora la miraba con un nuevo interés—. ¿Eres
francesa?
—No.
—¿Cómo te llamas?
—Farnam.
—¿Farnam qué?
—Ardita Farnam.
—Muy bien, Ardita, no tienes por qué
quedarte ahí de pie, mordiéndote los carrillos. Deberías terminar con esas
costumbres nerviosas ahora que todavía eres joven. Ven aquí y siéntate.
Ardita sacó del bolsillo una pitillera de
jade tallado, extrajo un cigarrillo y lo encendió con estudiada frialdad,
aunque sabía que le temblaba un poco la mano; luego se acercó con sus andares
flexibles, contoneándose, y se sentó en la otra tumbona lanzando una bocanada
de humo hacia la toldilla.
—Tú no puedes echarme de este yate —dijo
con serenidad—; y no debes de ser muy inteligente si piensas que vas a llegar
lejos con él. Mi tío lleva enviando mensajes radiofónicos desde las seis y
media a todos los puntos del océano.
—Hum.
Ardita lo miró rápidamente a la cara y
captó un signo de ansiedad en la curva de los labios, claramente más
pronunciada.
—Me da lo mismo —dijo, encogiéndose de
hombros—. El yate no es mío. No me importa hacer una travesía de dos horas.
Incluso puedo prestarte el libro para que tengas algo que leer en el barco que
te lleve a Sing Sing. Se rió, desdeñoso.
—Te podías haber ahorrado el consejo. Ni
siquiera sabía que existía este yate cuando preparé este plan. Si no hubiera
sido éste, hubiera sido el siguiente que encontráramos anclado cerca de la
costa.
—¿Quién eres? —preguntó Ardita de
repente—. ¿A qué te dedicas?
—¿Has decidido no desembarcar?
—Ni siquiera se me ha ocurrido.
—Se nos conoce habitualmente —dijo—, a los
siete, como Curtis Carlyle y sus Seis Compadres Negros, hasta hace poco en el
Winter Garden y el Midnight Frolic.
—¿Sois cantantes?
—Lo éramos hasta hoy. En este momento, por
esas bolsas blancas que ves ahí, somos fugitivos de la justicia, y si la
recompensa que ofrecen por nuestra captura no ha alcanzado ya los veinte mil
dólares es que he perdido la intuición.
—¿Qué hay en las bolsas? —preguntó Ardita
con curiosidad.
—Bueno, por el momento diremos que...
arena..., arena de Florida.
III
Diez minutos
después, tras la conversación de Curtis Carlyle con un aterrorizado maquinista,
el yate Narciso navegaba hacia el sur, en un atardecer tropical y balsámico. El
pequeño mulato, Babe, que parecía gozar de la absoluta confianza de Carlyle,
había tomado el mando. El criado y el cocinero del señor Farnam, los únicos
miembros de la tripulación que, además del maquinista, se encontraban a bordo,
después de haber opuesto resistencia meditaban ahora, bien amarrados en sus
literas. Trombón Mose, el negro más grande, se dedicaba con una lata de pintura
a borrar del casco el nombre Narciso, sustituyéndolo por el nombre Hula Hula, y
los demás, reunidos en la popa, jugaban a los dados con un interés cada vez
mayor.
Tras ordenar que prepararan y sirvieran la
cena en cubierta a las siete y media, Carlyle se reunió con Ardita y,
repantingándose en la tumbona, entrecerró los ojos y cayó en un estado de
profundo ensimismamiento.
Ardita lo observó con atención y lo
clasificó inmediatamente como personaje romántico. Aparentaba una imponente
confianza en sí mismo, cimentada sobre una base endeble: bajo la superficie de
cada una de sus decisiones, Ardita descubría una vacilación que estaba en
acusado contraste con el arrogante frunce de sus labios.
«No es como yo», pensaba. «Hay alguna
diferencia.»
Al ser una completa egoísta, Ardita
pensaba con frecuencia en sí misma; como nadie le había recriminado su egoísmo,
lo consideraba algo completamente natural, que no disminuía su indiscutible
encanto. Aunque tenía ya diecinueve años, daba la impresión de ser una niña
precoz y animosa, y en el presente esplendor de su juventud y belleza todos los
hombres y mujeres que había conocido no eran sino maderas a la deriva en la
corriente de su carácter. Había conocido a otros egoístas —y de hecho
consideraba a los egoístas mucho menos aburridos que a quienes no lo eran—,
pero hasta entonces no había habido ninguno que con el tiempo no hubiera caído
rendido a sus pies.
Pero, aunque reconocía a un egoísta en la
tumbona de al lado, no sentía en la cabeza el acostumbrado cierre de compuertas
que significaba zafarrancho de combate; por el contrario, su instinto le decía
que aquel hombre era absolutamente vulnerable e inofensivo. Si Ardita desafiaba
las convenciones —y últimamente éste había sido su principal entretenimiento—
era porque deseaba intensamente ser ella misma, y tenía la sensación de que a
aquel hombre, por el contrario, sólo le preocupaba el desafío consigo mismo.
Estaba mucho más interesada por él que por
su propia situación, que la afectaba de la manera que afecta a una niña de diez
años la perspectiva de ir al cine. Tenía una confianza absoluta en su capacidad
para cuidar de sí misma en cualquier circunstancia.
La noche se hizo más cerrada. Una pálida
luna nueva sonreía sobre el mar con los ojos húmedos, y, mientras la costa se
desvanecía y nubes negras volaban como hojarasca en el lejano horizonte, una
gran neblina de luz lunar inundó de repente el yate y, a su paso veloz,
desplegó una avenida de malla fulgurante. De vez en cuando brillaba la
llamarada de un fósforo cuando uno de los dos encendía un cigarrillo, pero,
salvo el ruido de fondo de las máquinas vibrantes y el chapoteo imperturbable
de las olas en la popa, el yate estaba en silencio, como un barco que navegara
en un sueño a través de los cielos, rumbo a una estrella. En torno a ellos
fluía el olor del mar nocturno, que traía consigo una languidez infinita.
Carlyle rompió el silencio por fin.
—Eres una chica con suerte —suspiró—;
siempre he querido ser rico para comprar toda esta belleza.
Ardita bostezó.
—Yo preferiría ser tú —dijo con franqueza.
—Te gustaría... un día. Aunque parece que
tienes demasiado temperamento para ser una flapper, una chica a la moda.
—No me gusta que me llames así.
—Perdona.
—En cuanto a temperamento —continuó
despacio—, es la única cualidad que tengo. No le temo a nada, ni en el cielo ni
en la tierra.
—Hum, yo sí.
—Para tener miedo —dijo Ardita—, tienes
que ser o muy grande y fuerte, o un cobarde. Yo no soy ninguna de esas cosas
—se detuvo un momento, y la impaciencia se insinuó en el tono de su voz—. Pero
me gustaría hablar de ti. ¿Qué diablos has hecho? ¿Y cómo lo hiciste?
—¿Por qué? —preguntó cínicamente—. ¿Vas a
escribir un guión de cine sobre mí?
—Adelante —lo animó Ardita—. Cuéntame
mentiras a la luz de la luna. Invéntate una historia fabulosa.
Apareció un negro, encendió algunas luces
tenues bajo la toldilla y empezó a poner la mesa para la cena. Y, mientras
cenaban pollo frío, ensalada, alcachofas y mermelada de fresas de la nutrida
despensa del yate, Carlyle empezó a hablar, vacilante al principio, pero con
ilusión cuando se dio cuenta de que Ardita lo seguía con interés. Ardita apenas
probó la comida mirando aquella cara joven y morena, hermosa, irónica, sin
afectación. Había sido un niño pobre en un pueblo de Tennessee, le contó, tan
pobre que su familia era la única familia blanca de su calle. No recordaba a
ningún niño blanco, pero había habido una pandilla de niños negros que
inevitablemente seguían su estela, admiradores apasionados que él llevaba a
remolque por la viveza de su imaginación y la cantidad de líos en los que
siempre estaba metiéndolos y de los que siempre los sacaba. Y parece que estas
amistades encauzaron por un camino inusual unas dotes musicales fuera de lo
común.
Había habido una mujer negra, llamada
Belle Pope Calhoun, que tocaba el piano en las fiestas de los niños blancos,
simpáticos niños blancos que hubieran acuchillado a Curtis Carlyle. Pero el
harapiento «pobretón blanco» solía sentarse junto al piano de Belle una hora y
se empeñaba en introducir un solo de saxo con uno de esos kazoos con los que
los chicos tararean las canciones. Antes de los trece años se ganaba la vida
extrayendo ragtimes de un astroso violín en los cafetuchos de los alrededores
de Nashville. Ocho años después la locura del ragtime se apoderó del país, y
Carlyle contrató a seis negros para hacer una gira por salas de fiestas. Cinco
de aquellos negros eran chicos con los que había crecido; el sexto era el
pequeño mulato, Babe Divine, que trabajaba en los muelles de Nueva York, y
mucho tiempo antes había sido bracero en una plantación de las Bermudas, hasta
que clavó un cuchillo de veinte centímetros en la espalda de su amo. Casi antes
de darse cuenta de su buena suerte, Carlyle estaba en Broadway con contratos de
todas clases y más dinero del que había soñado nunca.
Y entonces se empezó a operar un cambio
radical en su actitud, un cambio más bien curioso, amargo. Fue cuando se dio
cuenta de que estaba dilapidando los mejores años de su vida farfullando en los
escenarios con un puñado de negros. Su espectáculo era bueno dentro del género
—tres trombones, tres saxofones y la flauta de Carlyle—, y su propio y peculiar
sentido del ritmo marcaba la diferencia; pero empezó a volverse extremadamente
susceptible respecto a su trabajo, empezó a aborrecer la idea de tener que
aparecer en el escenario y a temerlo cada día más.
Estaban ganando dinero —y cada contrato
que firmaba era más alto—, pero, cuando les dijo a los empresarios que quería
separarse del sexteto y continuar su carrera como pianista, se rieron en su
cara y le dijeron que estaba loco: aquello supondría un suicidio artístico.
Algún tiempo después se reiría de aquella expresión: suicidio artístico. Todos
los empresarios la usaban.
Tocaron unas cuantas veces en bailes, a
tres mil dólares la noche, y parecía como si en aquellas actuaciones
cristalizara toda su aversión por aquel modo de vida. Tocaban en clubes y casas
en los que no lo hubieran dejado entrar de día. Después de todo, sólo representaba
el papel del eterno mono de la fiesta, una especie de cabaretero sublimado. Lo
ponía enfermo el olor de los teatros, el olor a colorete y lápiz de labios, el
chismorreo de lús camerinos y el aplauso condescendiente de los palcos. Ya no
tenía fe en lo que estaba haciendo. La idea de una lenta aproximación al lujo
del ocio lo volvía loco. Se iba acercando a eso, desde luego, pero, como un
niño, se comía el helado tan despacio que no podía cogerle el gusto.
Quería tener montones de dinero y mucho
tiempo libre, la oportunidad de leer y divertirse, y vivir como los hombres y
mujeres que lo rodeaban, esos que, si hubieran pensado en él, lo hubieran
considerado despreciable; en una palabra, deseaba todas aquellas cosas que
había empezado a agrupar bajo el genérico rótulo de aristocracia, una
aristocracia que, según parecía, no podía comprarse con dinero, a no ser que
fuera con dinero ganado como él lo ganaba. Tenía entonces veinticinco años, y
no tenía familia, ni estudios, ni posibilidad de abrirse camino en el mundo de
los negocios. Empezó a invertir en especulaciones disparatadas, y en tres
semanas había perdido todo el dinero que había ahorrado.
Entonces estalló la guerra. Se fue a
Plattsburg, pero incluso hasta allí lo persiguió su profesión. Un teniente
coronel lo llamó a su despacho y le dijo que podría servir mejor a su país como
director de una orquesta de baile. Así que se pasó la guerra entreteniendo a
celebridades tras la línea de combate con una orquesta del cuartel general. No era
tan malo, pero cuando la infantería volvía sin fuerzas de las trincheras,
quería ser uno de aquellos soldados. El sudor y el barro que los envolvía
parecían uno de aquellos inefables símbolos de aristocracia que siempre estaban
escapándosele.
—Pero fueron los bailes en casas
particulares los que lo consiguieron. Cuando volví de la guerra, otra vez
empezó la rutina de siempre. Teníamos una oferta de una cadena de hoteles en
Florida. Sólo era cuestión de tiempo.
Se interrumpió y Ardita lo miró
expectante, pero entonces hizo un gesto de negación con la cabeza.
—No —dijo—, no voy a seguir contándotelo.
Me lo estoy pasando demasiado bien, y temo perder un poco de esta alegría si la
comparto con alguien más. Quiero conservar estos instantes heroicos,
emocionantes, en que he llegado a estar por encima de todos ellos, y les he
hecho saber que era más que un maldito payaso que graznaba y bailaba.
Desde proa les llegó de pronto el runruneo
de un canto. Los negros se habían agrupado en cubierta y sus voces se elevaban
al unísono en una melodía embrujada que ascendía hacia la luna, armónica y
conmovedora. Y Ardita escuchaba, como bajo el influjo de un encantamiento.
Al Sur...
al Sur.
Mami me quiere llevar al Sur, por la Vía Láctea.
Al Sur...
al Sur.
Papi dice: mañana;
pero mami dice: hoy.
Sí, mami dice: hoy.
Carlyle suspiró, y durante un momento se
quedó en silencio, mirando la multitud de estrellas que titilaban como arcos
voltaicos en el cielo templado. El canto de los negros se había apagado hasta
ser un quejumbroso tarareo y parecía como si minuto a minuto el fulgor y el
silencio inmenso fueran aumentando, hasta que casi llegó a oír cómo se
arreglaban a medianoche las sirenas, cuando se peinan los chorreantes cabellos
de plata a la luz de la luna y cuchichean sobre los restos de los naufragios
que habitan en las verdes y opalescentes avenidas de las profundidades.
—Sí —dijo Carlyle en un susurro—, ésta es
la belleza que deseo. La belleza debe ser asombrosa, sorprendente. Debe arder
dentro de ti como un sueño, como los ojos preciosos de una chica.
Se volvió hacia Ardita, que callaba.
—Lo entiendes, ¿verdad, Ardita? ¿Verdad,
Ardita?
No le contestó. Se había quedado dormida.
IV
En la tarde espesa
e inundada de sol del día siguiente, una lejana mancha en el mar fue
convirtiéndose en un islote verde y gris, aparentemente formado por un gran
acantilado de granito en su extremo norte, que declinaba hacia el sur a través
de poco más de un kilómetro de vivido bosquecillo y prado hasta una playa
arenosa que se perdía perezosamente entre las olas. Cuando Ardita, que leía en
su tumbona preferida, llegó a la última página de La rebelión de los ángeles,
cerró el libro ruidosamente, alzó la vista y vio el paisaje, lanzó un grito de
placer y llamó a Carlyle, que estaba apoyado melancólicamente en la baranda.
—¿Es ahí? ¿Es ahí adonde vamos?
Carlyle se encogió de hombros con
indiferencia.
—Me coges en blanco —dijo, y alzando la
voz llamó al capitán en funciones—: Eh, Babe, ¿es ésa tu isla?
La minúscula cabeza del mulato apareció en
cubierta.
—Sí, señor; ésa es.
Carlyle se acercó a Ardita.
—Parece una buena playa, ¿no?
—Sí —asintió ella—; pero no parece lo
bastante grande para ser un buen escondite.
—¿Sigues confiando en esos mensajes por
radio que tu tío se dedicó a mandar?
—No —dijo Ardita con franqueza—. Estoy de
tu parte. Me gustaría mucho ver cómo te escapas.
Carlyle se echó a reír.
—Tú eres nuestra Señora de la Suerte. Me
temo que, por el momento, tendrás que quedarte con nosotros, así que serás
nuestra mascota.
—No te atreverías a pedirme que volviera a
nado —dijo Ardita con frialdad—. Si lo hicieras, empezaría a escribir novelas
baratas basadas en la interminable historia de tu vida que me contaste anoche.
Carlyle se sonrojó: se había puesto serio.
—Siento mucho que te aburrieras.
—No, no me aburrí... Hasta que, al final,
empezaste a contarme la rabia que te daba no poder bailar con las señoras para
las que tocabas.
Se levantó, enfadado.
—Menuda lengüecita.
—Perdona —dijo, muerta de risa—, pero no
estoy acostumbrada a que los hombres me entretengan contándome las ambiciones
de su vida: especialmente si es una vida tan mortalmente platónica.
—¿Por qué? ¿Qué te cuentan los hombres?
—Ah, me hablan de mí —bostezó—. Me dicen
que soy la quintaesencia de la juventud y la belleza.
—¿Y tú qué les dices?
—Les doy la razón.
—¿Todos los hombres que has conocido se te
han declarado?
Ardita asintió.
—¿Y por qué no iban a declararse? Toda la
vida consiste en acercarse y alejarse de una sola frase: Te quiero.
Carlyle se echó a reír y se sentó.
—Es verdad. No está mal, no. ¿Se te ha
ocurrido a ti?
—Sí... O a lo mejor lo leí en algún sitio.
No significa nada en especial. Sólo es una frase inteligente.
—Es el tipo de comentario —dijo muy serio—
propio de tu clase.
—Ah —lo interrumpió, impaciente—, no
empieces otra vez con esa perorata sobre la aristocracia. No me fío de la gente
que puede ser profunda a esta hora de la mañana. Es una variedad benigna de la
locura, una especie de resaca. La mañana es para dormir, nadar y no preocuparse
de nada.
Diez minutos más tarde habían cambiado de
rumbo, trazando un amplio círculo, como si se acercaran a la isla por el norte.
«Aquí hay gato encerrado», observó Ardita,
pensativamente; «no puede pretender fondear al pie del acantilado».
Ahora se dirigían directamente a las
rocas, que debían de alcanzar más de treinta metros de altura, y, hasta que no
estuvieron a unos cincuenta metros, Ardita no descubrió el lugar hacia donde se
dirigían. Entonces aplaudió, alegre. Había una abertura en el acantilado
completamente oculta por un extraño pliegue de la roca, y a través de esta
abertura penetró el yate, y muy lentamente atravesó un estrecho canal de aguas
critalinas entre altas paredes grises. Y luego echaron el ancla en un mundo
diminuto de oro y vegetación, una bahía dorada, lisa como cristal y rodeada de
palmeras enanas. Parecía uno de esos mundos que los niños construyen con
montones de arena, espejos que son lagos y ramitas que son árboles.
—¡No está mal, maldita sea! —exclamó
Carlyle, entusiasmado—. Creo que ese negro sabe por dónde se anda en esta zona
del Atlántico.
Su euforia era contagiosa, y Ardita
también estaba exultante.
—¡Es un escondite absolutamente seguro!
—¡Sí, por Dios! Es una isla de las que
salen en los cuentos.
Echaron el bote al lago dorado y remaron
hasta la costa.
—Adelante —dijo Carlyle cuando
desembarcaron en la arena blanda—, vamos a explorar.
La franja de palmeras estaba rodeada por
un kilómetro y medio de territorio plano y arenoso. La siguieron hacia el sur
y, dejando atrás una zona de vegetación tropical, llegaron a una playa virgen,
gris perla, donde Ardita se quitó las zapatillas de golf marrones —parecía
haber abandonado los calcetines para siempre— y se mojó los pies. Luego
volvieron paseando hasta el yate, donde el infatigable Babe ya les tenía
preparada la comida. Había apostado un vigía en lo alto del acantilado, hacia
el norte, para que oteara el mar en todas las direcciones, aunque dudaba que la
entrada a través del acantilado fuera conocida: nunca había visto un mapa en el
que la isla estuviera señalada.
—¿Cómo se llama? —preguntó Ardita—. La
isla, ¿cómo se llama?
—No tiene nombre —masculló Babe con una
risilla—. A lo mejor se llama simplemente isla, ¿no?
A la caída de la tarde se sentaron en la
parte más alta del acantilado, con la espalda apoyada en grandes peñascos, y
Carlyle resumió sus confusos planes. Estaba seguro de que en aquellos instantes
lo estaban buscando. El producto total del golpe que había dado, y sobre el que
se negaba a informar a Ardita, lo estimaba en algo menos de un millón de
dólares. Pensaba quedarse en la isla varias semanas y después partir hacia el
sur, evitando las rutas habituales, bordeando el cabo de Hornos, rumbo al
Callao, en Perú. Los detalles del aprovisionamiento de víveres y combustible
quedaban enteramente en manos de Babe, que, según parecía, había navegado por
aquellos mares desempeñando los más diversos menesteres, desde grumete en un
barco cafetero hasta primer oficial sin serlo de un barco pirata brasileño, a
cuyo capitán habían ahorcado hacía mucho tiempo.
—Si Babe hubiera sido blanco, sería hace
mucho rey del sur de América —dijo Carlyle categóricamente—. En lo que se
refiere a inteligencia, a su lado Booker T. Washington es un imbécil. Posee la
astucia de todas las razas y nacionalidades de las que lleva sangre en las
venas, y, o yo soy un embustero, o llegan a media docena. Me adora porque soy
el único que toca el ragtime mejor que él. Nos sentábamos juntos en la dársena
del puerto de Nueva York, él con un fagot y yo con un oboe, y mezclábamos en
tono menor milenarias melodías africanas hasta que las ratas escalaban los postes
y se reunían a nuestro alrededor gimiendo y chillando como perros frente a un
gramófono.
Ardita rugió.
—¿Cómo puedes contar esas cosas?
Carlyle sonrió.
—Te juro que...
—¿Qué vas a hacer cuando llegues al
Callao? —lo interrumpió.
—Me embarcaré rumbo a la India. Quiero ser
un raja. Lo digo en serio. Mi plan es llegar a Afganistán, comprar un palacio y
una reputación, y dentro de cinco años aparecer en Inglaterra con acento
extranjero y un misterioso pasado. Pero primero iré a la India. Ya sabes lo que
dicen: que todo el oro del mundo va a parar poco a poco a la India. Es una
historia fascinante. Y quiero tener tiempo para leer, mucho, mucho.
—¿Y después?
—Después —respondió, desafiante— viene la
aristocracia. Ríete si quieres, pero, por lo menos, tendrás que admitir que sé
lo que quiero, así que, me imagino, ya sé más que tú.
—Al contrario —lo contradijo Ardita,
mientras buscaba en el bolsillo la pitillera—. Cuando nos conocimos, tenía
absolutamente escandalizados a mis amigos y parientes porque sabía muy bien lo
que quería.
—¿Qué era?
—Un hombre.
Carlyle se sobresaltó.
—¿Es que tienes novio?
—En cierto modo. Si no hubieras subido a
bordo, me habría escapado ayer por la tarde..., parece que ha pasado tanto
tiempo..., y me habría encontrado con él en Palm Beach. Me está esperando con
una pulsera que perteneció a Catalina de Rusia. Y no vayas ahora a refunfuñar
cualquier cosa sobre la aristocracia —añadió rápidamente—. Simplemente me
gustaba porque tenía imaginación y un coraje total para mantener sus
convicciones.
—Pero tu familia no está de acuerdo, ¿no?
—Mi familia son un tío tonto y una tía aún
más tonta. Parece que tuvo un lío escandaloso con una pelirroja que se llama
Mimi no sé qué. Pero me ha dicho que han exagerado espantosamente el asunto, y
a mí los hombres no me mienten: y, además, no me importaría que fuera verdad.
Lo único que cuenta es el futuro. Y del futuro me encargo yo. Cuando un hombre
se enamora de mí, se olvida de otros entretenimientos. Le dije que la soltara,
como si fuera una patata caliente, y lo hizo.
—Estoy un poco celoso —dijo Carlyle,
frunciendo el ceño, y se echó a reír—. Creo que te quedarás con nosotros hasta
que lleguemos a Callao. Entonces te daré el dinero necesario para que vuelvas a
Estados Unidos. Así tendrás tiempo para pensarte un poco más lo de ese hombre.
—¡No me hables así! —se enfureció Ardita—.
¡No le tolero a nadie que se ponga paternalista! ¿Entendido?
Se le escapó una risilla, pero se contuvo,
avergonzado: la cortante irritación de Ardita parecía haberle caído como un
jarro de agua fría.
—Lo siento —dijo, indeciso.
—¡No pidas perdón! No soporto a los hombres
que piden perdón con ese tono viril y reservado. ¡Cállate de una vez!
Se produjo un instante de silencio, un
silencio que a Carlyle le resultó bastante violento, pero que Ardita parecía no
advertir mientras disfrutaba alegremente de su cigarrillo y miraba el mar
resplandeciente. Y entonces avanzó a gatas por la roca, se tendió y, con la
cara en el filo, se asomó al fondo del acantilado. Carlyle, observándola, pensó
que parecía imposible que Ardita adoptara una postura que no fuera airosa.
—¡Mira! —gritó—. ¡Hay arrecifes! ¡Grandes!
¡De todos los tamaños!
Carlyle se acercó, y juntos se asomaron a
la vertiginosa altura. —¡Podemos ir a nadar esta noche! —dijo Ardita,
entusiasmada—. ¡A la luz de la luna!
—¿No prefieres ir a la otra playa?
—No, no. Me gusta bucear. Puedes usar el
bañador de mi tío, aunque te sentará como un saco, porque mi tío es un hombre
muy gordo. Mi bañador es todo un acontecimiento, tiene conmocionados a los
nativos de la costa del Atlántico desde Biddeford Pool hasta San Agustín.
—Imagino que nadarás como un tiburón. —Sí,
soy una maravilla. Y estoy estupenda. Un escultor de Rye me dijo el verano
pasado que mis pantorrillas valían quinientos dólares.
No había nada que alegar, así que Carlyle
guardó silencio y sólo se permitió una discreta sonrisa interior.
V
Cuando la noche
se insinuaba azul y plata, se abrieron paso por el espejeante canal en el bote,
ataron el bote a una roca y comenzaron a escalar el acantilado. El primer saliente
estaba a unos tres metros de altura, era ancho y servía de trampolín natural. Y
allí, a la brillante luz de la luna, se sentaron a mirar el movimiento
incesante y suave de las olas casi inmóviles en la marea baja.
—¿Eres feliz? —preguntó Carlyle de
repente.
Ardita asintió.
—Siempre soy feliz junto al mar. ¿Sabes?
—continuó—, he estado pensando todo el día que somos un poco diferentes. Los
dos somos rebeldes, pero por diferentes razones. Hace dos años, cuando yo tenía
dieciocho y tú...
—Veinticinco.
—Sí... Hace dos años los dos éramos dos
triunfadores convencionales. Yo era una chica absolutamente irresistible que
acababa de presentarse en sociedad y tú eras un músico de éxito al servicio del
ejército...
—Caballero por decisión del Congreso
—añadió con ironía.
—Bueno, en cualquier caso, los dos
encajábamos. Si nuestros polos no estaban desgastados por el uso, al menos se
atraían. Pero, muy dentro de nosotros, había algo que nos obligaba a pedir más
felicidad. Yo no sabía lo que quería. Iba de hombre en hombre, incansable,
impaciente, y pasaban los meses y cada día me sentía menos conforme y más
insatisfecha. Me pasaba las horas mordiéndome los carrillos: creía que me
estaba volviendo loca. Tenía una espantosa sensación de que el tiempo se me
escapaba. Quería las cosas ya, al momento, lo más rápido posible. Yo era...
preciosa. Lo soy, ¿no?
—Sí—asintió Carlyle, sin mucha seguridad.
Ardita se levantó de repente.
—Espera un segundo. Quiero probar el agua:
parece que está estupenda.
Caminó hasta el filo del saliente y saltó
al mar, doblándose en el aire para enderezarse luego y penetrar en el agua como
la hoja de un cuchillo en un perfecto salto de carpa.
Y un minuto después Carlyle oía su voz.
—¿Sabes? Me pasaba los días leyendo, y las
noches, casi. Empezó a molestarme la vida en sociedad.
—Sube —la interrumpió—. ¿Qué haces ahí?
—Estoy haciendo el muerto. Tardo un
minuto. Te voy a decir una cosa. Lo único que me divertía era escandalizar a la
gente: ponerme el traje más imposible y elegante para una fiesta de disfraces,
salir con los hombres más atrevidos de Nueva York y meterme en los líos más
terribles que te puedas imaginar.
El chapoteo se mezclaba con sus palabras,
y luego Carlyle oyó su respiración agitada mientras escalaba la roca.
—¡Tírate! —gritó.
Se levantó y saltó, obediente. Cuando
volvió a la superficie, chorreando, y empezó a subir, descubrió que Ardita no estaba
ya en el saliente, pero, después de un instante de preocupación, oyó su risa
luminosa en otra roca, tres metros más arriba. Se reunió con ella y se sentaron
juntos, con los brazos alrededor de las rodillas, jadeando un poco después de
la escalada.
—Mi familia estaba como loca —dijo de
pronto—. Intentaron casarme. Y, cuando empezaba a pensar que la vida no valía
la pena, descubrí algo —elevó los ojos al cielo jubilosamente—: ¡Descubrí algo!
Carlyle esperó y las palabras de Ardita
cayeron como un torrente.
—Coraje: eso es; coraje como regla de
vida, algo a lo que hay que mantenerse fiel siempre. Empecé a construir esta
enorme fe en mí misma. Empecé a darme cuenta de que, en todos mis ídolos del
pasado, lo que inconscientemente me había atraído era alguna prueba de coraje.
Empecé a separar el coraje de las otras cosas de la vida. Todos los tipos de
coraje: el boxeador golpeado, ensangrentado, que se levanta para seguir
recibiendo golpes... Solía pedirles a los hombres que me llevaran al boxeo; la
mujer en desgracia que se pasea entre una carnada de gatos y los mira como si
fueran el barro que pisa; disfrutar de lo que siempre te ha gustado; el
desprecio absoluto de las opiniones ajenas: vivir como quiero y morir a mi
manera... ¿Has traído tabaco?
Le dio un cigarrillo y encendió un fósforo
sin decir una palabra. —Pero los hombres —continuó Ardita— seguían
persiguiéndome, viejos y jóvenes, y la mayoría eran menos inteligentes y menos
fuertes que yo, y todos se volvían locos por conquistarme, por robarme la fama
de orgullo imponente que me había labrado. ¿Me entiendes?
—Más o menos. ¿Nunca te han hecho daño ni
has tenido que pedir perdón?
—¡Nunca!
Se acercó al borde de la roca, extendió
los brazos y, durante un instante, pareció un crucificado contra el cielo;
luego, describiendo una inesperada parábola, se hundió sin salpicar entre dos
ondas plateadas siete metros más abajo.
Carlyle volvió a oír la voz de Ardita.
—Y coraje significa sumergirme en esa
niebla gris y sucia que cubre la vida, desdeñando no sólo a la gente y a las
circunstancias, sino también a la desolación de vivir: una especie de
insistencia en el valor de la vida y en el precio de las cosas transitorias.
Otra vez escalaba las rocas, y, mientras
pronuciaba la última frase, su cabeza apareció a la altura de Carlyle, el pelo
rubio y mojado, perfectamente liso, hacia atrás.
—Todo eso está muy bien —objetó Carlyle—.
Le puedes llamar coraje, pero tu coraje sólo es orgullo de familia. Te han
educado para que tengas esa actitud desafiante. En mi vida gris incluso el
coraje es una de las cosas que son grises y sin fuerza.
Ardita se había sentado muy cerca del
borde, con los brazos alrededor de las rodillas, y miraba ensimismada la luna
blanca; Carlyle estaba detrás, lejos, cobijado como un dios ridículo en un
nicho de rocas.
—No quiero parecerte Pollyanna —empezó—,
pero todavía no me has entendido. Mi coraje es fe, fe en mi inagotable
capacidad de adaptación: fe en que la alegría volverá, y la esperanza y la
espontaneidad. Y creo que, mientras me dure, tengo que mantener la boca cerrada
y la cabeza bien alta y los ojos bien abiertos, y las sonrisas tontas sobran.
Sí, también he bajado al infierno sin una lágrima muchas veces. Y el infierno
de las mujeres es mucho más terrible que el de los hombres.
—¿Y si todo se acaba —sugirió Carlyle—
antes de que vuelvan la alegría, la esperanza y la espontaneidad?
Ardita se levantó y escaló con alguna dificultad
la roca, hasta alcanzar otro saliente, tres o cuatro metros más arriba.
—Pues entonces —exclamó— habré ganado.
Carlyle se asomó a la roca, hasta que pudo
ver a Ardita.
—¡No saltes desde ahí! Te vas a matar —se
apresuró a decir.
Ardita se rió.
—¡Yo, no!
Abrió los brazos con lentitud, y se quedó
quieta: parecía un cisne, y su juventud perfecta irradiaba un orgullo que
encendió un cálido resplandor en el corazón de Carlyle.
—Atravesaremos el aire tenebroso con los
brazos abiertos —gritó— y los pies extendidos como colas de delfines, y
creeremos que nunca llegaremos al agua hasta que de repente nos rodee la
tibieza y las olas nos besen y acaricien.
Entonces saltó, y Carlyle, en un acto
reflejo, contuvo la respiración. No se había dado cuenta de que era un salto de
más de quince metros. Pareció transcurrir una eternidad antes de que oyera el
ruido breve y brusco que se produjo cuando Ardita llegó al agua.
Y con un alegre suspiro de alivio cuando
su risa luminosa y húmeda llegó por el acantilado a sus oídos angustiados, se
dio cuenta de que la quería.
VI
El tiempo,
perdido el eje sobre el que gira rutinariamente, derramó sobre ellos tres días
de atardeceres. Cuando el sol iluminaba la portilla del camarote de Ardita, una
hora después del alba, se levantaba feliz, se ponía el bañador y subía a
cubierta. Los negros dejaban el trabajo cuando la veían y, riendo entre dientes
y murmurando, se apelotonaban en la baranda mientras Ardita nadaba y buceaba en
el agua clara como un ágil pececillo de estanque. Y por la tarde, cuando
refrescara, volvería a nadar, a tumbarse y a fumar con Carlyle en el
acantilado; o se tumbarían en la arena de la playa del sur, casi sin hablar,
mirando sólo cómo el día, multicolor y trágico, se disolvía en la infinita
languidez de una noche tropical.
Y, a medida que pasaban las largas horas
de sol, Ardita dejó poco a poco de concebirlas como un episodio accidental,
atolondrado, un brote de amor en un desierto de realidad. Le daba miedo el
instante en que reemprendieran camino hacia el sur; le daban miedo todas las
posibilidades que tenía ante sí; pensar era una molestia y tomar decisiones
resultaba odioso. Si rezar hubiera ocupado algún espacio en los rituales
paganos de su alma, sólo le hubiera pedido a la vida que la dejaran tranquila
un tiempo, entregada perezosamente a las ingenuas e ingeniosas ocurrencias de
Carlyle, a la viveza de su imaginación adolescente, y a la veta de monomanía
que parecía recorrer todo su carácter y dar color a cada uno de sus actos.
Pero ésta no es la historia de una pareja
en una isla, ni tiene como tema principal el amor que nace de la soledad. Sólo
es la presentación de dos temperamentos, y su idílica localización entre las
palmeras de la Corriente del Golfo es puramente accidental. Casi todos nos
contentamos con existir y reproducirnos, y luchar por el derecho a hacer ambas
cosas, pero la idea esencial, el intento condenado al fracaso de controlar el
propio destino, está reservada a unos pocos afortunados o desgraciados. Lo que
más me interesa de Ardita es el coraje, el coraje que se empañará a la par que
su juventud y su belleza.
—Llévame contigo —dijo una noche, echados
perezosamente en la hierba bajo las palmeras abiertas como abanicos oscuros.
Los negros habían desembarcado sus instrumentos, y la música del ragtime se
propagaba suavemente con la brisa templada de la noche—. Me gustaría volver a
aparecer dentro de diez años transformada en una fabulosa y riquísima princesa
india.
Carlyle se apresuró a contestar.
—Ya sabes que puedes.
Ella se rió.
—¿Es una proposición de matrimonio?
¡Edición especial! Ardita Farnam se casa con un pirata. Chica de la alta
sociedad raptada por un jazzista atracador de bancos.
—No fue un banco.
—¿Qué fue? ¿Por qué no me lo cuentas?
—No quiero desilusionarte.
—Querido amigo, yo no me hago ninguna
ilusión contigo.
—Me refiero a las ilusiones que te haces
sobre ti misma.
Lo miró sorprendida.
—¡Sobre mí! ¿Qué diablos tengo yo que ver
con tus crímenes?
—Eso habría que verlo. Ardita se le acercó
y le acarició la mano. —Querido señor Curtis Carlyle —murmuró—, ¿estás
enamorado de mí?
—Como si eso te importara.
—Claro que me importa: creo que me he
enamorado de ti. La miró con ironía.
—Así la cuenta total de enero asciende a
media docena —sugirió—. ¿Te imaginas que me tomara en serio el farol y te
pidiera que te vinieras conmigo a la India? —¿Y si me fuera? Carlyle se encogió
de hombros. —Nos casaríamos en Callao.
—¿Qué vida puedes ofrecerme? No quiero
molestarte, pero te lo pregunto en serio: ¿Qué será de mí si te coge esa gente
que quiere la recompensa de veinte mil dólares? —Creía que no tenías miedo.
—Nunca tengo miedo. Pero no voy a arruinar
mi vida sólo por demostrarle a un hombre que no tengo miedo.
—Ojalá hubieras sido pobre: sólo una chica
pobre que sueña sentada en una cerca en una calurosa tierra de vacas. —¿Te
hubiera gustado?
—He sido feliz asombrándote, viendo cómo
se te abrían los ojos ante las cosas. ¡Si pudieras desear las cosas! ¿Te das
cuenta?
—Sí, te endiendo. Como las chicas que
miran embobadas los escaparates de las joyerías.
—Sí... Y quieren el reloj ovalado de
platino ribeteado de diamantes. Entonces tú decidirías que es demasiado caro y
elegirías uno de oro blanco que vale cien dólares. Y yo diría: ¿Caro? No me lo
parece, Y entraríamos en la joyería, e inmediatamente el reloj de platino
estaría brillando en tu muñeca.
—Suena muy agradable y muy vulgar, y
divertido, ¿no?, murmuró Ardita.
—¿A que sí? ¿Nos imaginas viajando por el
mundo, gastando dinero a manos llenas, venerados por porteros y camareros? Ah,
bienaventurados sean los ricos puros, porque ellos poseerán la tierra.
—Sinceramente: me gustaría que las cosas
fueran así.
—Te quiero, Ardita —dijo Carlyle con
ternura.
La cara de Ardita perdió su expresión
infantil un instante y se puso extraordinariamente seria.
—Me gusta estar contigo —dijo—, más que
con ningún otro hombre de los que he conocido. Y me gusta cómo me miras y tu
pelo negro, y cómo te asomas por la borda cuando vamos a la playa. La verdad
es, Curtis Carlyle, que me gusta todo lo que haces cuando te comportas con
absoluta naturalidad. Creo que tienes temperamento, y ya conoces mis ideas
sobre el asunto. Algunas veces, cuando te tengo cerca, me dan ganas de besarte
de pronto y decirte que sólo eres un chico idealista con un montón de tonterías
inocentes en la cabeza. A lo mejor, si yo fuera un poco mayor y estuviera más
aburrida, me iría contigo. Tal como son las cosas, creo que volveré y me
casaré... con el otro.
En el lago plateado las siluetas de los
negros se retorcían y contorsionaban a la luz de la luna, como acróbatas que,
después de pasar un largo periodo de inactividad, necesitaran derrochar en sus
volatinerías un exceso de energías. Avanzaban en fila india, en círculos
concéntricos, echando la cabeza hacia atrás o inclinándose sobre sus
instrumentos como faunos sobre sus caramillos. Y del trombón y el saxofón se
derramaba sin cesar una melodía armoniosa, a ratos alegre y desenfrenada, y a
ratos lastimera y obsesionante como una danza de la muerte en el corazón del
Congo.
—¡Bailemos! —gritó Ardita—. No me puedo
estar quieta mientras suena este jazz tan estupendo.
La cogió de la mano y la llevó hasta una
amplia extensión de arena endurecida que la luna inundaba de esplendor.
Flotaban como mariposas que se dejaran llevar por la intensa nube de luz, y,
mientras la sinfonía fantástica gemía y ascendía y se debilitaba y desaparecía,
Ardita perdió el poco sentido de la realidad que le quedaba y abandono su
imaginación al perfume de ensueño de las flores tropicales y a los aéreos e
infinitos espacios estrellados, y tenía la impresión de que si abría los ojos
se encontraría bailando con un fantasma en un país creado por su fantasía.
—Esto es lo que yo llamaría una fiesta selecta
y privada —murmuró Carlyle.
—Creo que me he vuelto loca...
deliciosamente loca.
—Nos han hechizado. Las sombras de
innumerables generaciones de caníbales nos vigilan desde la cima de ese
acantilado.
—Y apuesto lo que quieras a que las
caníbales están diciendo que bailamos demasiado pegados, y que es una vergüenza
que no me haya puesto el anillo en la nariz.
Se reían suavemente, y de pronto las risas
se apagaron porque, en la otra orilla del lago, habían callado los trombones en
mitad de un compás, y los saxofones emitían un gemido asustado y dejaban poco a
poco de oírse.
—¿Qué pasa? —gritó Carlyle.
Después de un instante de silencio
distinguieron la silueta oscura de un hombre que rodeaba el lago corriendo.
Cuando estuvo más cerca, vieron que era Babe en un estado de nerviosismo
insólito. Se acercó y les contó las nuevas noticias, sofocado, comiéndose las
palabras.
—Un barco, un barco a menos de un
kilómetro, señor. Dios bendito, nos vigila y ha echado el ancla.
—¿Un barco? ¿Qué tipo de barco? —preguntó
Carlyle angustiado.
Su voz denotaba inquietud, y a Ardita se
le encogió el corazón de repente cuando le vio la cara desencajada.
—No lo sé, señor.
—¿Han mandado un bote?
—No, señor.
—Vamos —dijo Carlyle.
Subieron la colina en silencio, la mano de
Ardita aún en la de Carlyle, como cuando dejaron de bailar. Sentía cómo él
cerraba la mano de vez en cuando, nervioso, como si no fuera consciente del contacto,
pero, aunque le hacía daño, no intentó soltarse. Pareció transcurrir una hora
antes de que alcanzaran la cima y reptaran sigilosamente hasta el borde del
acantilado. Tras una breve ojeada, Carlyle sofocó un grito involuntario. Se
trataba de un guardacostas con cañones de seis pulgadas colocados de popa a
proa.
—¡Nos han descubierto! —dijo con un
suspiro—. ¡Nos han descubierto! Han debido encontrar nuestro rastro en algún
sitio.
—¿Estás seguro de que han descubierto el
canal? Quizá sólo esperan para echar un vistazo a la isla por la mañana. Desde
donde están no pueden ver la abertura en el acantilado.
—Pueden verlo con los prismáticos —dijo,
sin esperanza. Miro el reloj—. Ya casi son las dos. No podrán hacer nada hasta
que amanezca, eso está claro. Y siempre existe la remota posibilidad de que
sólo estén esperando a otro barco, o combustible.
—Creo que nosotros podemos también
quedarnos aquí.
Las horas pasaban. Estaban tumbados, en
silencio, juntos, las manos en la mejilla, como niños que durmieran. Detrás de
ellos, encogidos, los negros, pacientes, resignados, conformes, proclamaban con
sus sonoros ronquidos que ni siquiera la presencia del peligro podía domeñar su
invencible ansia africana de sueño.
Poco antes de las cinco de la mañana Babe
se acercó a Carlyle y le dijo que había media docena de fusiles en el Narciso.
¿Había decidido no ofrecer resistencia? Babe creía que podían montar una buena
batalla si lo planeaban bien.
Carlyle se echó a reír y negó con la
cabeza.
—Esto no es una película, Babe. Es un
guardacostas lo que nos espera. Sería como enfrentarse con arco y flechas a una
ametralladora. Si quieres enterrar las bolsas en alguna parte, para poder
recuperarlas más tarde, hazlo. Pero será inútil: excavarán la isla de punta a
punta. Es una batalla perdida, Babe.
Babe agachó la cabeza en silencio y se
fue, y la voz de Carlyle era más ronca cuando le dijo a Ardita:
—Es el mejor amigo que he tenido. Daría la
vida por mí, y estaría orgulloso de poder hacerlo, si yo se lo pidiera.
—¿Te das por vencido?
—No tengo otra posibilidad. Es verdad que
siempre hay una salida, la más segura, pero puede esperar. No pienso perder la
cabeza. No me perdería mi propio juicio por nada del mundo: así viviré la
interesante experiencia de ser famoso. «La señorita Farnam declara que el
comportamiento del pirata fue en todo momento propio de un caballero.»
—¡Cállate! Me da una pena horrible.
Cuando el color se diluyó en el cielo y el
azul apagado se convirtió en un gris de plomo, percibieron un gran tumulto en
la cubierta del barco y divisaron a un grupo de oficiales en uniforme blanco
reunidos junto a la borda. Tenían prismáticos y examinaban el islote con atención.
—Se acabó —sentenció Carlyle, inexorable.
—¡Maldita sea! —dijo Ardita entre dientes.
Sentía cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Volveremos al yate —dijo Carlyle—.
Prefiero que me encuentren allí a ser cazado como una alimaña.
Abandonaron la cima y descendieron por la
colina, y, cuando llegaron al lago, los remeros negros, silenciosos, los
llevaron al yate. Entonces, pálidos y abatidos, se echaron en las tumbonas, a
esperar.
Media hora después, bajo la débil luz
gris, la proa del guardacostas apareció en el canal y se detuvo: era evidente
que temían que la bahía fuera demasiado poco profunda. Por la apacible
apariencia del yate, el hombre y la chica en las tumbonas, y los negros
apoyados con curiosidad en la barandilla, habían deducido que no encontrarían
resistencia, y lanzaron dos botes: en uno iban un oficial y seis policías, y en
el otro cuatro remeros y, a popa, dos hombres canosos con ropa deportiva.
Ardita y Carlyle se levantaron y, casi sin pensarlo, se miraron a los ojos.
Entonces Carlyle se metió la mano en el bolsillo y sacó un objeto circular,
fulgurante, y se lo dio.
—¿Qué es esto? —pregunto, maravillada.
—No estoy muy seguro, pero, por las
palabras rusas que lleva grabadas en el interior, creo que es la célebre
pulsera que te habían prometido.
—Pero... Pero... ¿De dónde diablos...?
—Estaba en una de las bolsas. Ya sabes:
Curtís Carlyle y sus Seis Compadres Negros, en plena actuación en el salón de
té de un hotel de Palm Beach, cambiaron sus instrumentos por pistolas
automáticas y atracaron al público. Yo le quité esta pulsera a una preciosa
pelirroja con demasiado maquillaje encima.
Ardita frunció las cejas y sonrió.
—¡Así que eso fue lo que hiciste! Sí,
tienes temperamento.
Carlyle hizo una reverencia.
—Una conocida cualidad burguesa.
Entonces el amanecer avanzó intrépidamente
por la cubierta y obligó a las sombras a retroceder hasta sus esquinas grises.
El rocío se evaporaba, volviéndose niebla dorada, sutil como un sueño, y los
envolvía, y parecían de gasa, vestigios de la noche, infinitamente fugaces, a
punto de disolverse. Durante un instante mar y cielo dejaron de respirar, y la
aurora de dedos rosados tocó los jóvenes labios de la vida... Luego, de más
allá del lago, llegó el quejido de un bote y el crujir de los remos.
De pronto, recortándose contra el horno de
oro que nacía en el este, dos gráciles siluetas se fundieron en una y él besó
sus labios de niña mimada.
—Es como estar en la gloria —murmuró
Carlyle.
Ardita le sonrió.
—¿Eres feliz?
Suspiró, y aquel suspiro era una
bendición: la seguridad encantada de que en aquel momento era más joven y bella
que nunca. Y la vida volvió a ser radiante, y el tiempo era un fantasma, y sus
fuerzas eran eternas. Entonces hubo una sacudida y un crujido al rozar el bote
el casco del yate.
Por la escalerilla subieron los dos
hombres de pelo gris, el oficial y dos marineros que empuñaban revólveres. El
señor Farnam cruzó los brazos y miró a su sobrina.
—Muy bien —dijo, asintiendo con la cabeza
lentamente. Ardita suspiró, dejó de abrazar a Carlyle, y sus ojos,
transfigurados y ausentes, se posaron en el pelotón de abordaje. Su tío
observaba cómo su labio superior poco a poco se alzaba, en ese orgulloso
puchero que él conocía tan bien.
—Muy bien —repitió, furioso—. Así que ésta
es la idea que tienes del amor: fugarte con un pirata.
Ardita lo miró con indiferencia.
—¡Qué tonto eres! —dijo, muy tranquila.
—¿Eso es lo mejor que se te ocurre decir?
—No —dijo, como si estuviera
reflexionando—. No, hay algo más: esa frase que conoces tan bien, con la que he
terminado la mayoría de nuestras conversaciones de los últimos años. ¡Cállate!
Y, dicho esto, les dedicó a los dos
vejestorios, al oficial y a los dos marineros una breve mirada de desprecio,
dio media vuelta y desapareció orgullosamente por la escotilla que llevaba a
los camarotes.
Pero, si hubiera esperado un poco, hubiera
oído algo bastante infrecuente en las conversaciones con su tío: su tío había
estallado en carcajadas incontrolables, a las que se había unido el otro
vejestorio.
Este último se dirigió con energía a
Carlyle, que había estado observando la escena con un aire de misterioso
regocijo.
—Bien, Toby —dijo afablemente—, caradura
incurable, romántico perseguidor de arcoiris, ¿has encontrado por fin la mujer
que buscabas?
Carlyle sonrió, muy seguro.
—Por supuesto —dijo—. Sabía que sería así
desde la primera vez que oí hablar de sus correrías disparatadas. Por eso le
ordené a Babe que lanzara el cohete de señales anoche.
—Me alegro —dijo el coronel Moreland,
serio—. Os seguíamos de cerca por si teníais algún problema con estos seis
negros tan raros, pero no esperábamos encontraros a los dos en una situación
tan comprometida —suspiró—. Bueno, ¡manda a un loco a cazar a un loco!
—Tu padre y yo —dijo el señor Farnam—
pasamos la noche en vela esperando lo mejor, que quizá sea lo peor. Bien sabe
Dios que le has gustado a Ardita, hijo mío. Me estaba volviendo loco. ¿Le diste
la
pulsera rusa que el detective que contraté
consiguió de esa tal Mimi?
Carlyle asintió.
—¡Shhh! —dijo—. Viene Ardita.
Ardita apareció en la escalerilla de los
camarotes, y los ojos se le fueron involuntariamente a las muñecas de Carlyle.
Una expresión de perplejidad se dibujó en su cara. Los negros empezaron a
cantar en la popa, y el lago, frío con el fresco del amanecer, devolvía
serenamente el eco de sus voces profundas.
—Ardita —dijo Carlyle, tímidamente.
Ardita se acercó más.
—Ardita —repitió, con la respiración
entrecortada—. Tengo que decirte... la verdad. Todo ha sido una trampa, Ardita.
No me llamo Carlyle. Me llamo Moreland, Toby Moreland. Toda la historia ha sido
un invento, Ardita, fruto del clima de Florida.
Lo miró fijamente: el asombro, la
perplejidad, la incredulidad y la rabia se reflejaban sucesivamente en su cara.
Ninguno de los tres hombres se atrevía a respirar. El señor Moreland dio un
paso hacia Ardita. La boca del señor Farnam empezó a curvarse tristemente, a la
espera, presa del pánico, del previsible estallido.
Pero no llegó. La cara de Ardita se
iluminó de repente, y con una risilla se acercó de un salto al joven Moreland y
lo miró sin rastro de rabia en los ojos grises.
—¿Me juras —dijo dulcemente— que todo ha
sido sólo producto de tu imaginación?
—Lo juro —dijo el joven Moreland,
anhelante.
Ella atrajo su rostro y lo besó
suavemente.
—¡Qué imaginación! —dijo con ternura y
casi con envidia—. Quiero que me mientas toda mi vida, con toda la dulzura de
que eres capaz.
Las voces de los negros llegaban
soñolientas desde la popa, mezcladas con una melodía que Ardita ya les había
oído cantar:
El tiempo es un ladrón;
alegrías y penas
se van con las hojas
en otoño...
—¿Qué había en
las bolsas? —preguntó en voz baja.
—Arena de Florida. Es una de las dos
verdades que te he dicho.
—Tal vez yo pueda adivinar la otra —dijo
Ardita. Y, poniéndose de puntillas, lo besó dulcemente... en la ilustración.
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