Protegida por enormes árboles,
en el interior de una cueva
donde nacen aguas que jamás han reflejado la luz del sol,
se halla la tumba del hombre que maté.
Sin cruces ni estigmas
—aquel hombre no creía en nada,
se puede decir que me agradaba su modo de pensar—,
solo hongos mórbidos
infectan la lápida.
Hasta aquel sitio
le llevé una tarde silente,
en la que únicamente la brisa susurraba
inquietantes secretos,
y le degollé —a fuerza de torpes machacadas—,
con la embostada resignación
que jamás fui capaz de amolar;
como quien se mata a sí mismo
para mantenerse con vida.
Allí lo miré morir,
desangrándose
en sueños
que se desvanecían
en la abrumadora realidad.
Cruel ventura
que ha marchitado mi alma también.
Tal vez, un día logre perdonarme;
cuando los espectros del recuerdo
se cansen de venir,
montados en las alas de la noche,
a vomitar sobre mí
los errores del pasado;
cuando el niño del espejo
deje de llamarme asesino.
Tal vez, un día me cansaré
de esperar por ello;
y los malditos espectros
se quedarán sin entretenimiento.
® Al Kreig (Venezuela)
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