En un recodo, medio escondido,
he visto su muerte.
Ha caído derecho como un árbol.
No ha llorado.
Llevaba los puños cerrados,
como si llevase algo en las manos.
¿La vida?
Corría en dirección sur.
Volaba como un águila.
Buscaba el sol en su camisa.
A ciegas.
Traía el cuerpo
plagado de heridas superficiales.
Traía el alma
cuajada de heridas recónditas.
Mientras corría gritaba tan sólo una palabra.
La gritó una vez, diez, cien, mil,
mil veces cien.
Yo la oí con claridad la primera vez,
no así las otras veces.
Parecía un gran héroe
con su uniforme de guerra.
La vida huía
por los poros de su piel esclava,
atada al corazón de las promesas.
Su piel sudorosa mostraba
la extraña atmósfera de una tierra estéril.
Su faz de sótano
reflejaba dolor en cada instantánea;
un dolor de siglos
que hubiese quemado las olas del mar
con el roce de sus manos
bañadas en sangre.
En las venas se le agolpaba el final
de un océano futuro
y la tormenta del silencio.
Recuerdo su rostro.
Me vi en sus ojos.
Pasó frente a mí
y me miró como un ángel derrotado
mira a un derrotado,
después,
le vi desplomarse como un árbol.
© José Luis García Herrera (Barcelona, España)
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