—Esto pasó en septiembre. No en el
septiembre de este año sino en el del año pasado. ¿O fue el antepasado,
Melitón?
—No, fue el pasado.
— Sí, si yo me acordaba bien. Fue en
septiembre del año pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón,¿no fue el
veintiuno de septiembre el mero día del temblor?
—Fue un poco antes. Tengo entendido
que fue por el dieciocho.
—Tienes razón. Yo por esos días
andaba en Tuzcacuexco. Hasta vi cuando se derrumbaban las casas como si estuviera
m echas de melcocha; nomás se retorcían así, haciendo muecas y se venían las
paredes enteras contra el suelo. Y la gente salía de los escombros toda
aterrorizada corriendo derecho a la iglesia dando de gritos. Pero espérense.
Oye, Melitón, se me hace como que en Tuzcacuexco no existe ninguna iglesia. ¿Tú
no te acuerdas?
—No la hay. Allí no quedan más que
unas paredes cuarteadas que dicen fue la iglesia hace algo así como doscientos
años; pero nadie se acuerda de ella, ni de cómo era; aquello más bien parece un
corral abandonado plagado de higuerillas''.
—Dices bien. Entonces no fue en
Tuzcacuexco donde me agarró el temblor. Ha de haber sido en El Pochote. ¿Pero
El Pochote es un rancho, no?
—Sí, pero tiene una capillita que
allí le dicen la iglesia; está un poco más allá de la hacienda de los
Alcatraces.
—Entonces fue allí ni más ni menos
donde me agarró el temblor ese que les digo y cuando la tierra se pandeaba
todita como si por dentro la estuvieran rebullendo. Bueno, unos pocos días
después, porque me acuerdo que todavía estábamos apuntalando paredes, llegó el
gobernador; venía a ver qué ayuda podía prestar con su presencia. Todos ustedes
saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo
mire, todo se queda arreglado. La cuestión está en que al menos venga a ver lo
que sucede, y no que se esté, allá metido en su casa, nomás dando órdenes. En
viniendo él, todo se arregla, y la gente, aunque se le haya caído la casa
encima, queda muy contento con haberlo conocido. ¿O no es así Melitón?
—Eso que ni qué.
—Bueno, como les estaba diciendo, en
septiembre del año pasado, un poquito después de los temblores cayó por aquí el
gobernador para ver como nos había tratado el terremoto. Traía geólogo y gente
conocedora, no crean ustedes que venía solo. Oye, Melitón, ¿como cuánto dinero
nos costó darles de comer a los acompañantes del gobernador?
—Algo así como cuatro mil pesos.
—Y eso que nomás estuvieron un día y
en cuanto se les hizo de noche se fueron, si no, quién sabe hasta qué alturas
hubiéramos salido desfalcados, aunque eso sí, estuvimos muy contentos: la gente
estaba que se le reventaba el pescuezo de tanto estirarlo para poder ver al
gobernador y haciendo comentarios de cómo se había comido el guajolote y de que
si había chupado los huesos, y de cómo era de rápido para levantar una tortilla
tras otra rociándolas con salsa de guacamole; en todo se fijaron. Y él tan
tranquilo, tan serio, limpiándose las manos en los calcetines para no ensuciar
la servilleta, que sólo le sivió para espolvorearse de vez en vez los bigotes.
Y después cuando el ponche de granadas se les subió a la cabeza, comenzaron a
cantar todos en coro. Oye, Melitón ¿cuál fue la canción esa que estuvieron repite
y repite como disco rayado?
—Fue una que decía: “No sabes del
alma las horas de luto.”
—Eres bueno para eso de la memoria
Melitón, no cabe duda. Sí fue ésa. Y el gobernador nomás reía; pidió saber
dónde estaba el cuarto de baño. Luego se sentó nuevamente en su lugar, olió los
claveles que estaban sobre la mesa. Miraba a los que cantaban, y movía la
cabeza, llevando el compás, sonriendo. No cabe duda que se sentía feliz porque
su pueblo era feliz, hasta se le podía adivinar el pensamiento. Y a la hora de
los discursos se paró uno de sus acompañantes, que tenía la cara alzada un poco
borneada a la izquierda. Y habló. Y no cabe duda de que se las traía. Hablo de
Juárez, que nosotros teníamos levantado en la plaza, y hasta entonces supimos
que era la estatua de Juárez, pues nunca nadie nos había podido decir quién era
el individuo que estaba encaramado en el monumento aquel. Siempre creímos que
podía ser Hidalgo o Morelos Venustiano Carranza, porque en cada aniversario de
cualquiera de ellos, allí les hacíamos su función. Hasta que el catrincito
aquel nos vino a decir que se trataba de don Benito Juárez. ¡Y las cosas que
dijo! , ¿No es verdad, Melitón? Tú que tienes tan buena memoria te has de
acordar bien de lo que recitó aquel fulano.
—Me acuerdo muy bien; pero ya lo he
repetido tantas veces que hasta resulta enfadoso.
—Bueno, no es necesario. Sólo que
estos señores se pierden de algo bueno. Ya les dirás mejor lo que dijo el
gobernador.
“La cosa es que aquello, en lugar de
ser una visita a los dolientes y a los que habían perdido sus casas, se
convirtió en una borrachera de las buenas. Y ya no se diga cuando entró al
pueblo la música de Tepec, que llegó retrasada por eso de que todos los
camiones se habían ocupado en el acarreo de la gente del gobernador y los
músicos tuvieron que venirse a pie; pero llegaron. Entraron sonándole duro al
arpa y a la tambora, haciendo tatachum, chum, chum, con los platillos,
arreándole fuerte y con ganas al Zopilote Mojado. Aquello estaba de haberse
visto, hasta el gobernador se quitó el saco y se desabrochó la corbata, y la
cosa siguió de refilón. Trajeron más damajuanas de ponche y se dieron prisa en
tatemar más carne de venado, porque aunque ustedes no lo quieran creer y ellos
no se dieran cuenta, estaban comiendo carne de venado, del que por aquí abunda.
Nosotros nos reíamos cuando decían que estaba muy buena la barbacoa, ¿o no,
Melitón?, cuando por aquí no sabemos ni lo que es eso de barbacoa. Lo cierto es
que apenas les servíamos un plato y ya querían otro y ni modo, allí estábamos
para servirlos; porque como dijo Liborio, el administrador del Timbre, que
entre paréntesis siempre fue muy agarrado: ‘No importa que esta recepción nos
cueste lo que nos cueste que para algo ha de servir el dinero’, y luego tú,
Melitón, que por ese tiempo eras presidente municipal, y que hasta te desconocí
cuando dijiste: ‘Que se chorrié el ponche, una visita de éstas no se
desmerece.’ Y sí se chorrió el ponche, ésa es la pura verdad; hasta los
manteles estaban colorados. Y la gente aquella que parecía no tener llenadero.
Sólo me fijé que el gobernador no se movía de su sitio; que no estiraba ni la
mano, sino que sólo se comía y bebía lo que le arrimaban; pero la bola de
lambiscones se desvivían por tenerle la mesa tan llena que hasta ya no cabía ni
el salero que él tenía en la mano y que cuando lo desocupaba se lo metía en la
bolsa de la camisa. Hasta yo fui a decirle: ‘¿No gusta sal mi general?’, y él
me enseñó riendo el salero que tenía en la bolsa de la camisa, por eso me di
cuenta.
“Lo grande estuvo cuando él comenzó
a hablar. Se nos enchinó; el pellejo a todos de la pura emoción. Se fue
enderezando, despacio, muy despacio, hasta que lo vimos echar la silla hacia
atrás con el pie; poner sus manos en la mesa; agachar la cabeza como si fuera a
agarrar vuelo y luego su tos, que nos puso a todos en silencio. ¿Qué fue lo que
dijo, Melitón?
“—Conciudadanos —dijo—. Rememorando
mi trayectoria, vivificando el único proceder de mis promesas. Ante esta tierra
que visité como anónimo compañero de un candidato a la Presidencia, cooperador
omnímodo de un hombre representativo, cuya honradez no ha estado nunca
desligada del contexto de sus manifestaciones políticas y que sí, en cambio, es
firme glosa de principios democráticos en el supremo vínculo de unión con el
pueblo, aunando a la austeridad de que ha dado muestras la síntesis evidente de
idealismo revolucionario nunca hasta ahora pleno de realizaciones y de
certidumbre.”
— Allí hubo aplausos, ¿o no, Melitón?
—Si muchos aplausos. Después siguió:
“—Mi trazo es el mismo;
conciudadanos. Fui parco en promesas como candidato, optando por prometer lo
que únicamente podía cumplir y que al cristalizar, tradujérase en beneficio
colectivo y no en subjuntivo, ni participio de una familia genérica de
ciudadanos. Hoy estamos aquí presentes, en este caso paradojal de la
naturaleza, no previsto dentro de mi programa de gobierno...”
“—¡Exacto, mi general! —gritó uno de
por allá—. ¡Exacto! Usted lo ha dicho.”
“...—En este caso, digo, cuando la
naturaleza nos ha castigado, nuestra presencia receptiva en el centro del
epicentro telúrico que ha devastado hogares que podían haber sido los nuestros,
que son los nuestros; concurrimos en el auxilio, no con el deseo neroniano de
gozarnos en la desgracia ajena, más aún, inminentemente dispuestos a utilizar
muníficamente nuestro esfuerzo en la reconstrucción de los hogares destruidos
hermanalmente dispuestos en los consuelos de los hogares menoscabados por la
muerte. Este lugar que yo visité hace años, lejano entoces a toda ambición de
poder, antaño feliz, hogaño enlutecido, me duele. Sí, conciudadanos, me laceran
las heridas de los vivos por sus bienes perdidos y la clamante dolencia de los
seres por sus muertos insepultos bajo estos escombros que estamos presenciado.”
—Allí también hubo aplausos,
¿verdad, Melitón?
—No, allí volvió a oírse el gritón
de antes: “¡Exacto, señor gobernador! Usted lo ha dicho.” Y luego otro de más
acá que dijo: “¡Callen a ese borracho!”
—Ah, sí. Y hasta pareció que iba a
haber un tumulto en la mera cola de la mesa, pero todos se apaciguaron cuando
el gobernador habló de nuevo.
“—Tuzcacuenses, vuelvo a insistir:
me duele vuestra desgracia, pues a pesar de lo que decía Bernal, el gran Bernal
Díaz del Castillo: ‘Los hombres que murieron había sido contratados para la
muerte’, yo, en los considerandos de mi concepto ontológico y humano, digo: ¡Me
duele!, con el dolor que produce ver derruido el árbol en su primera
inflorescencia. Os ayudaremos con nuestro poder. Las fuerzas vivas del Estado
desde su faldisterio claman por socorrer a los damnificados de esta hecatombe
nunca predecida ni deseada. Mi regencia no terminará sin haberos cumplido. Por
otra parte, no creo que la voluntad de Dios haya sido la de causaros
detrimento, la de desaposentaros...”
—Y allí terminó. Lo que dijo después
no me lo aprendí porque la bulla que se soltó en las mesas de atrás creció y se
volvió retedifícil conseguir lo que él siguió diciendo.
—Es muy cierto, Melitón. Aquello
estuvo de haberse visto. Con eso les digo todo. Y es que el mismo sujeto de la
comitiva se puso a gritar otra vez: “¡Exacto! ¡Exacto!”, con un chillidos que
se oían hasta la calle. Y cuando lo quisieron callar saco la la pistola y
comenzó a darle de chacamotas por encima de su cabeza mientras la descargaba
contra el techo. Y la gente que estaba allí de mirona echó a correr a la hora
de los balazos. Y tumbó las mesas en la caída que llevaba y se oyó el rompedero
de platos y de vidrios y los botellazos que le tiraban al fulano de la pistola
para que se calmara, y que nomás se estrellaba en la pared. Y el otro, que tuvo
todavía tiempo de meter otro cargador al arma y lo descargaba de nueva cuenta
mientras se ladeaba de aquí para alla escabulléndole el bulto a las botellas
voladoras que le aventaban de todas partes.
“Hubieran visto al gobernador allí
de pie muy serio, con la cara fruncida, mirando hacia donde estaba el tumulto
como queriendo calmarlo con su mirada.
“Quién sabe quién fue a decirle a
los músicos que tocaran algo, lo cierto es que se soltaron tocando el Himno
Nacional con todas sus fuerzas, hasta que casi se le reventaba el cachete al
del trombon de lo recio que pitaba; pero aquello siguió igual. Y luego resultó
que allá afuera, en la calle, se había prendido también el pleito. Le vinieron
a avisar al gobernador que por allá unos se estaban dando de machetazos; y
fijándose bien, era cierto, porque hasta acá se oían voces de mujeres que
decían: ¡Apártenlos que se van a matar! Y al rato otro grito que decía: ¡Ya
mataron a mi marido! ¡Agárrenlo!
“Y el gobernador ni se movía, seguía
de pie. Oye, Melitón, cómo es esa palabra que se dice...”
—Impávido.
—Eso es, impávido. Bueno, con el
argüende de afuera la cosa aquí dentro pareció calmarse. El borrachito del
“exacto” estaba dormido; le habían atinado un botellazo y se había quedado todo
despatarrado tirado en el suelo. El gobernador se arrimó entonces al fulano
aquel y le quitó la pistola que tenía todavía agarrada en una de sus manos
agarrotadas por el desmayo. Se la dio a otro y le dijo: “Encárgate de él y toma
nota de que queda desautorizado a portar armas.” Y el otro contestó: “Sí, mi
general.”
“La música, no sé por qué, siguió
toque y toque el Himno Nacional, hasta que el catrincito que había hablado en
un principio, alzó los brazos y pidió silencio por las víctimas. Oye, Melitón,
¿por cuáles víctimas pidió él que todos nos asilenciáramos?”
—Por las del efipoco.
—Bueno, pues por ésas. Después todos
se sentaron, enderezaron otra vez las mesas y siguieron bebiendo ponche y
cantando la canción esa de las “horas de luto”.
“Ora me estoy acordando que sí fue
por el veintiuno de septiembre el borlote ; porque mi mujer tuvo ese día a
nuestro hijo Merencio, y yo llegué ya muy noche a mi casa, más bien borracho
que buenisano. Y ella no me habló en muchas semanas arguyendo que la había
dejado sola con su compromiso. Ya cuando se contentó me dijo—que yo no había
sido bueno ni para llamar a la comadrona y que tuvo que salir del paso a como
Dios le dio a entender.”
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